Esta semana comienzan las pericias judiciales definitivas por la explosión de la Fábrica Militar de Río Tercero en noviembre de 1995. XXI estuvo en la ciudad cordobesa y recogió testimonios, indicios y evidencias que apuntan a un estallido intencional, destinado a borrar las pruebas del contrabando de armas a Croacia y Ecuador.
Por Walter Goobar
Quienes prendieron la mecha, lo hicieron asegurándose de que ni el más efectivo sistema de seguridad contra incendios podría sofocar el iniciador de la explosión”, afirma Omar Gaviglio, ex jefe de la planta de carga de municiones de la Fábrica Militar de Río Tercero y uno de los testigos clave en la investigación de la cadena de explosiones que el 3 de noviembre de 1995 convirtió a esta ciudad en una sucursal del infierno. Gaviglio rompió el pacto de silencio que aún rige en Río Tercero, pero no está solo: la abogada Ana Gritti, esposa de una de los muertos, denunció que las explosiones no sólo fueron intencionales sino direccionadas hacia la ciudad para preservar las instalaciones fabriles ubicadas en sentido opuesto. La evidencia recogida en tres de los juzgados que investigan el caso apunta a que las explosiones no fueron accidentales sino producto de un sabotaje destinado a borrar pruebas de los envíos ilegales de armas a Croacia, Bosnia y Ecuador, y del dinero que jamás ingresó a las cuentas oficiales de Fabricaciones Militares.
En la ciudad que fue reconstruida pero que aún conserva huellas del horror, XXI recogió testimonios, indicios, evidencias (de particulares y en sede judicial) que apuntan la investigación hacia la hipótesis de un atentado:
Uno. El 3 de noviembre, día de la explosión, fue una fecha clave para FM: un día antes, el ministro de Defensa Oscar Camilión había dado el visto bueno al decreto 464 del Poder Ejecutivo que resolvía el traspaso de la empresa del área de Defensa a Economía. La primera medida de Economía sería el envío de auditores que descubrirían los faltantes de los arsenales y de la caja de FM, proporcionándole al entonces ministro Domingo Cavallo munición gruesa en su disputa en el seno del Gobierno.
Dos. “El 70 u 80 por ciento del personal de la fábrica sabía que las armas iban para Croacia”, dice Gaviglio, admitiendo que participó en el enmascaramiento de munición y piezas de artillería destinados a Croacia y Ecuador: “La munición de mortero fabricada en la Argentina es verde con la punta amarilla y lleva las inscripciones en letras blancas. Cornejo Torino nos ordenó pintar totalmente de verde con las inscripciones en amarillo los 5000 tiros de mortero enviados a Ecuador, y cuando estalló el escándalo tuvimos que volver las piezas sobrantes a su color original. Al final, la munición tenía tantas capas de pintura que no entraba en el caño de los morteros”. Gaviglio relata que se utilizaba masilla plástica del tipo de la que emplean los chapistas para borrar el escudo y la numeración de los cañones Otto Melara que fueron a Croacia.
Tres. La tragedia de Río Tercero se inició con el incendio de veinte tambores de 200 litros que contenían trotyl y estaban almacenados frente a un tinglado donde funcionaba la planta de carga de municiones, que estaba a cargo de Omar Gaviglio. Según FM, la chispa del caño de escape de un montacarga, la colilla de un cigarrillo de tres obreros (que no fumaban) o el “efecto lupa” produjeron un incendio que hizo estallar los primeros proyectiles de artillería desatando una cadena de explosiones durante más de doce horas. Pero el trotyl es un explosivo sumamente estable y de muy difícil encendido. Gaviglio está imputado por negligencia en el manejo de la planta de carga, pero señala que nunca se investigaron los hechos anormales registrados en los días previos a la explosión.
Cuatro. El periodista Gabriel Coria afirma que en días previos a la explosión vio “gente extraña con camisa, corbata, zapatos caros y teléfonos celulares en mano contando a zancadas las calles céntricas de la ciudad que forman un radio con referencia al foco explosivo”. Sus declaraciones coinciden con las de un militar que trabaja en la fábrica, quien afirmó que a menos de dos horas de la explosión vio personal de la SIDE de Buenos Aires, y que luego reconoció a esas personas en un video del allanamiento realizado por el juez Juan José Galeano en Campo de Mayo.
Cinco. Un camionero que vivía a escasos metros de la fábrica afirma que, la noche previa a la explosión, personal uniformado le ordenó retirar su camión de combustible del lugar donde lo estacionaba desde hacía más de dos años. Casi un año después, en octubre de 1996, Héctor Rivera, un empleado de FM que realizaba tareas de limpieza a 150 metros de la planta de carga, encontró en el interior de una cocina en desuso dos rollos de mecha iniciadora de unos 20 metros cada uno.
Seis. Paula Muñoz, hermana de Laura, una joven de 25 años que murió al ser alcanzada por un proyectil, relata que el día de la explosión faltaron al colegio muchos hijos de militares de alta graduación, sugiriendo la existencia de un aviso interno: “En mi curso faltaron cinco alumnos sobre un total de 25 y lo extraño es que todos se encontraban fuera de Río Tercero”, dice Paula.
Siete. Es llamativo que la evacuación de la planta funcionó a la perfección. No hubo muertos ni heridos dentro de la fábrica, por lo que desde el punto de vista de la seguridad, si esta explosión hubiese sido accidental sería considerada un éxito absoluto en materia de seguridad. En cambio, si fue un sabotaje, es evidente que se buscó causar el menor número de víctimas posibles, iniciando el fuego en un horario en que el grueso del personal estaba cobrando el sueldo en la administración.
Ocho. La abogada Ana Gritti, querellante en la causa que instruye el juez Luis Martínez afirma que “es altamente sospechoso que todos los proyectiles se dispararon hacia adelante, en un ángulo de 160 grados, mientras que la zona donde se ubican las empresas Atanor y Petroquímica y las direcciones de Producción Mecánica y Química de FM fue afectada en menos de un cinco por ciento. Si una sola de esas plantas hubiese sido alcanzada por los proyectiles toda la ciudad hubiese sido arrasada”. Gritti señala que las medidas adoptadas después de la explosión también apuntaron al encubrimiento:
Nueve. El 25 de noviembre, menos de un mes después de la explosión, Defensa nombró director de la planta al coronel Edberto González de la Vega. Estuvo sólo diez días y hoy es uno de los cinco procesados por el tráfico de armas. Las coincidencias siguen.
Diez. El 2 de febrero de 1996, Camilión nombró como interventor en FM al general Juan Carlos Andreoli, quien venía de ocupar la jefatura del Comando de Arsenales del Ejército en la época en que las armas, las municiones y la pólvora pasaron a FM bajo el pretexto de ser reparadas. Lo primero que hizo en Río Tercero fue “recordar a todos los agentes de FM la obligación de guardar reserva y secreto sobre todo asunto de servicio”. Andreoli se llevó los secretos a la tumba. En 1996, el helicóptero que lo trasladaba junto a otros oficiales argentinos y peruanos que conocían los entretelones del caso, se estrelló en el campo de Polo.
Once. Dos testigos, dos empleados cuyos testimonios eran importantes para la investigación, murieron sin poder contar lo que sabían. En 1997 falleció Vicente Bruzza, uno de los técnicos que había denunciado irregularidades en la explosión del arsenal y en la exportación de armas. En 1998, tres meses después de declarar ante el juez Urso, murió Francisco Callejas, quien en 1994 viajó a Croacia para calibrar tres cañones. En ambos casos la muerte se llamó paro cardíaco. Otros viajeros a Croacia, como el capitán Luis Lagos, se han llamado a silencio.
Doce. Aunque los archivos de la fábrica no estaban en una zona alcanzada por las llamas, muchos de los informes pedidos por los jueces no fueron contestados aduciendo que la documentación se había quemado, mientras que buena parte de los datos entregados a la Justicia eran dibujados: según FM, en la planta había 58.400 proyectiles, 15.000 kilos de explosivos, 36.000 espoletas y 60.000 cartuchos de diversos calibres. Si hubiese explotado esta cantidad de munición la ciudad de Río Tercero hubiese sido borrada de la faz de la Tierra. La cifra de proyectiles recuperados por la policía asciende a 24.900, con lo cual la explosión pretendió encubrir un faltante de 33.500 tiros que costaban 500 dólares cada uno.
Trece. El traficante de armas Walter Spengler declaró en Panamá que el estallido del polvorín de la fábrica militar fue “una factura” que alguien pasó.
En esta ciudad de 50.000 habitantes, muchos cobraron indemnizaciones y guardan silencio sobre la explosión porque tiemblan ante la perspectiva de perder las ya escasas fuentes de trabajo. Pero hay algo especial en las caras de todos ellos. Tienen esa expresión casi universal de las víctimas de una guerra que fue corta, asesina, sucia y absurda, como casi todas las guerras, pero distinta. No es lo mismo sumergirse en una tormenta de gritos y metralla cuando la munición que estalla alrededor no es la del enemigo sino la propia.
revista Veintiuno
ID nota: 5002
Numero edicion: 13 01/04/1998