Cuando uno lee el intercambio de cartas entre el fiscal Alberto Nisman y el ex espía Antonio Stiuso, reclamando los entrecruzamientos de llamadas internacionales nunca realizados sobre el período previo y posterior a la voladura de la AMIA, comprende mejor por qué dos notas publicadas en Sur en 2014 desataron la ira y la paranoia del fiscal muerto y del espía denunciado ante la Justicia.
Walter Goobar
Cuando uno lee el intercambio de cartas entre el fiscal Alberto Nisman y el ex espía Antonio Stiuso, reclamando los entrecruzamientos de llamadas internacionales nunca realizados sobre el período previo y posterior a la voladura de la AMIA, comprende mejor por qué dos notas publicadas en Sur en 2014 desataron la ira y la paranoia del fiscal muerto y del espía denunciado ante la Justicia.
En una contratapa publicada el 12 de enero de 2014 bajo el título “AMIA: Los asesinos que jugaron al Amigo Invisible”, se narraba la historia de una secuencia de tres avisos idénticos aparecidos los días 14, 15 y 16 de julio de 1994 bajo el título “El amigo invisible”. El texto decía: “CAT 1er. Club de Amigos Telefónicos. Cientos de Amigos con los que podes charlar y compartir alegrías, tristezas, salidas, etc. abre sus puertas el 18/07. Sumate a esta propuesta. 951-7622/7595”. El anuncio –que no volvió a aparecer después del atentado– podía ser obra de la casualidad, pero uno de los teléfonos conducía a la calle Pasteur 223, a escasas cuatro cuadras de la sede de la AMIA, y la titular de la línea –que figuraba en la primera lista de muertos confeccionada por el juzgado a cargo de Juan José Galeano– estaba vivita y coleando, aunque negó todo conocimiento del aviso. Si se hubiese hecho el entrecruzamiento de llamadas que Nisman burocráticamente le reclamó a Stiuso en varias oportunidades, tal vez se habría podido comprobar que allí funcionó un centro de comando y control del atentado. Pero esto nunca se hizo y la dupla Nisman-Stiuso se ocupó –en cambio– en investigar, porque se había publicado la embarazosa contratapa sobre un tema que el autor de esta nota había aportado a la Justicia dos décadas antes.
La segunda investigación titulada “La antesala de un atentado” fue publicada en julio de 2014, en el vigésimo aniversario de la voladura de la AMIA. Allí se sostenía que los organismos de inteligencia de Argentina, EE.UU. e Israel sabían que había un atentado en marcha desde varios meses antes y tenían infiltrada a la célula iraní que lo perpetró, pero en lugar de abortarlo inmediatamente, prefirieron montar lo que se denomina en la jerga una “operación controlada”, acompañando a los perpetradores para abortar la operación terrorista en el último minuto, pero algo salió mal y 85 inocentes murieron.
Desde el 4 de abril de 1994, 104 días antes del atentado, había un grupo de sirios, iraníes y argentinos monitoreados por la SIDE. Eran seguidos y tenían sus teléfonos intervenidos, según consta en un expediente secreto que se mantenía oculto en el juzgado federal de Lomas de Zamora a cargo del juez Alberto Santamarina.
Ese expediente –que lleva el número 1.223 y fue bautizado “células dormidas”– brindó la cobertura legal para seguir, infiltrar, proteger y mantener un control remoto sobre las acciones de la célula terrorista.
Cuando estalló la AMIA, el expediente se convirtió en una prueba comprometedora: era la constancia de la intervención. Entonces se abrió uno nuevo y todas las actuaciones fueron replicadas, como si recién ocurriesen. La causa original se inició el 4 de abril de 1994 –es decir, tres meses antes del atentado–, cuando un ciudadano de nacionalidad iraní con importantes vinculaciones dentro de la representación diplomática de Irán en Buenos Aires, intentó salir en un vuelo de la compañía aérea Canadian Airlines con destino al Canadá, utilizando un pasaporte robado a nombre de Scott Gregory Hall.
El verdadero nombre del impostor que quedó detenido era Khalil Ghatea y, según informes de la inteligencia canadiense, era un miembro activo de los servicios de inteligencia iraníes.
El 12 de mayo, el juez Santamarina dispuso la intervención del aparato telefónico correspondiente al domicilio de Khalil Ghatea, el que, según se descubrió, se encontraba viviendo junto a un funcionario de la Embajada de Irán, llamado Ali Halvaei.
El 11 de julio –es decir, siete días antes del atentado–, Khalil Ghatea es autorizado por Santamarina a viajar a Irán, aunque había estado viviendo en el departamento 5º B de Tapiales 1420, de Vicente López, que fue allanado ese mismo día por la Policía Federal junto con la Fuerza Aérea. Pese a que durante la época del atentado se alojaron varios sospechosos y durante la semana del atentado Rabbani llamó dos veces por teléfono a ese departamento, la vivienda fue nuevamente allanada recién cuatro años después.
El 1º de septiembre –es decir, un mes y medio después del atentado–, Santamarina abre una nueva causa y vuelve a ordenar la intervención de los abonados que ya venían siendo escuchados por la SIDE, es decir, los de Khalil Gatea y otros sospechosos. Ebrahim, un iraní de 30 años que trabajaba como barman en Top Secret, un boliche del agente de la SIDE Raúl Martins, ofició de traductor de esas y otras comunicaciones previas y posteriores al atentado.
En las 15 notas que intercambiaron Nisman y Stiuso se percibe que había una suerte de inacción concertada, porque las cartas se repitieron todos los años, hasta la firma del Memorándum, en 2013. Nisman no hubiese resistido un careo en Teherán donde Mohsen Rabbani le recordara el papel que jugo la SIDE en el atentado. Pero lo más grave es que los CD donde estaba guardada esa información han desaparecido, lo que la hace irrecuperable.
En las horas finales, previas a la muerte del fiscal, el espía que poseía 275 líneas telefónicas a su nombre tampoco atendió las llamadas de Nisman reclamando las demoledoras pruebas para su denuncia que –como tantas otras veces– le habían prometido y nunca llegaron. Todo un mensaje en un submundo poblado de intrigas y escuchas.
Miradas al Sur
11 de Abril de 2015