Los servicios de inteligencia y los gobiernos de Argentina, Israel y EE.UU. conocían los planes terroristas con una antelación de tres meses o 104 días antes del bombazo del 18 de julio de 1994, y en lugar de detener a la célula terrorista que estaba infiltrada por agentes de la SIDE, decidieron llevar adelante lo que se denomina “una operación controlada”
Walter Goobar
Hace exactamente un año –en ocasión del 20º aniversario de la voladura de la mutual judía–, una investigación de Miradas al Sur –titulada “La antesala de un atentado”– reveló que los servicios de inteligencia y los gobiernos de Argentina, Israel y EE.UU. conocían los planes terroristas con una antelación de tres meses o 104 días antes del bombazo del 18 de julio de 1994, y en lugar de detener a la célula terrorista que estaba infiltrada por agentes de la SIDE, decidieron llevar adelante lo que se denomina “una operación controlada”, que supuestamente iba a abortar el ataque poco antes de consumarse, pero algo salió mal y la mutual judía voló por los aires dejando un saldo de 85 muertos y 300 heridos. Esto explicaría por qué esos tres gobiernos ignoraron una media docena de alertas precisas independientes y coincidentes sobre la inminencia del atentado. Esta es la razón por la cual la ahora disuelta SIDE y el fiscal Alberto Nisman a lo largo de estos 21 años jamás avanzaron un milímetro en la investigación de la conexión local. Nisman y la SIDE jamas quisieron averiguar la procedencia del explosivo, los detonadores, las casas operativas y talleres mecánicos utilizados por los perpetradores. Pese a que detras del cálculo y provisión de explosivos y detonadores hubo claras evidencias que apuntaban a un sector de carapintadas que –además de ser asiduos concurrentes a la embajada de Irán eran expertos en demolición–, ni Nisman ni la SIDE quisieron investigarlos. Más aún, gozaron de su protección porque cualquier avance en ese terreno hubiera llevado todas las sospechas hacia ellos mismos.
Esto también explica la oposición de la disuelta SIDE y de Nisman al memorando de entendimiento con Irán: durante más de tres años el principal sospechoso, el clérigo iraní Mohsen Rabbani tuvo un chofer que en realidad era un agente de la SIDE, pero terminó haciendo negocios con el hombre que Teherán se niega a extraditar.
Una operación descontrolada
El atentado fue el acto final y terrible de una rocambolesca operación encubierta generada en la mente de Hugo Anzorreguy, el jefe del espionaje menemista, que a partir del próximo 6 de agosto será juzgado por encubrimiento. Alguien –probablemente Anzorreguy– susurró en los oídos del presidente la fatídica idea de una operación controlada, es decir, una operación en la que las fuerzas de seguridad conocen de antemano los planes del grupo que quiere consumar un atentado terrorista. En lugar de detenerlos, los ayudan a organizarlo, los alientan con la intención de atraparlos in fraganti, instantes antes de cometer el delito, detenerlos con las pruebas irrefutables en el escenario. ¿Qué motivos podía esgrimir Menem para encarar una riesgosa operación de ese tipo en un caso de terrorismo? El primer atentado contra la embajada de Israel no había sido resuelto y la Corte Suprema pretendía cerrar la causa por falta de pruebas. Con una operación controlada, los autores del primer atentado habrían caído con las manos en la masa, se les podría imputar la realización del primer atentado y la conspiración para realizar un segundo atentado. El mundo hubiese asistido con admiración a esta acción, el presidente Menem, seguramente flanqueado por el Señor Cinco Hugo Anzorreguy, hubiera anunciado por cadena nacional la exitosa captura de una banda mixta que se aprestaba a producir una masacre contra el edificio de la mutual judía. Resuelto el atentado del ’92, conjurado un nuevo atentado, el prestigio para la administración Menem hubiera sido enorme.
Existen evidencias contundentes para asegurar que Carlos Menem, Hugo Anzorreguy y el juez federal de Lomas de Zamora Alberto Santamarina tenían, al menos desde abril, conocimiento pleno de que en julio habría de producirse el ataque. Según Claudio Lifschitz, un ex agente de inteligencia de la Policía Federal que entre 1995 y 1997 ocupó el tercer cargo de importancia en el juzgado a cargo de Juan José Galeano, y que frecuentemente es mencionado por la presidenta Cristina Kirchner, el agente encubierto de la SIDE en la célula terrorista era Nasser Rashmani, un ciudadano iraní llegado a la Argentina en la infancia con su familia. Rashmani era, según Lifschitz, lo que se llama un “agente inorgánico”, un informante entrenado que cobraba salario de la SIDE pero no figuraba en sus planillas. Rashmani integraba un lote de sirios, iraníes y argentinos monitoreados por la SIDE desde el 4 de abril de 1994, 104 días antes del atentado. Eran seguidos y tenían sus teléfonos intervenidos, según consta en un expediente secreto que se mantenía oculto en el juzgado federal de Lomas de Zamora a cargo del juez Alberto Santamarina. Ese expediente –que lleva el número 1.223 y fue bautizado “células dormidas”– brindó la cobertura legal para seguir, infiltrar, proteger y mantener un control remoto sobre las acciones de la célula terrorista. Pero los perpetradores se les escaparon dos días antes del atentado, el sábado 16 de julio de 1994, cuando perdieron el rastro del coche-bomba que había ingresado al estacionamiento Jet Parking escoltado por personal de la SIDE.
La causa de las células dormidas se inició el 4 de abril de 1994, cuando un ciudadano de nacionalidad iraní –con importantes vinculaciones dentro de la representación diplomática de Irán en Buenos Aires– intentó salir en un vuelo de la compañía aérea Canadian Airlines con destino al Canadá, utilizando un pasaporte robado al ciudadano norteamericano Scott Gregory Hall.
Según Claudio Lifschitz, la SIDE consideraba –al menos– como sospechoso al evasivo Khalil Ghatea, tres meses y medio antes del atentado, y nadie hizo nada con esa información. Lo grave del asunto es que había una “pista iraní” antes del atentado a la mutual y que el juez Santamarina tenía esa misma información que aparecería meses después del ataque terrorista. El 12 de mayo, el juez Santamarina dispuso la intervención del aparato telefónico correspondiente al domicilio de Khalil Ghatea, el que, según se descubrió, se encontraba viviendo junto a un funcionario de la Embajada de Irán, llamado Ali Halvaei. El 11 de julio –es decir, siete días antes del atentado–, Khalil Ghatea es autorizado por Santamarina a viajar a Irán, con el insólito recaudo de que prometa volver antes de los treinta días de su salida. El 25 de julio –tan sólo 7 días después de la voladura de la mutual judía–, Ghatea sale del país con su pasaporte, a pesar de que había estado viviendo en el departamento 5º B de Tapiales 1420, de Vicente López, que fue allanado ese mismo día por la Policía Federal junto con la Fuerza Aérea.
Pese a que durante la época del atentado se alojaron varios sospechosos y durante la semana del atentado Rabbani llamó dos veces por teléfono a ese departamento, la vivienda fue nuevamente allanada recién cuatro años después.
El barman y traductor
Como toda la investigación previa comprometía a la SIDE y al juez, el 1º de septiembre –es decir, un mes y medio después del atentado–, Santamarina abre una nueva causa y vuelve a ordenar la intervención de los abonados que ya venían siendo escuchados por la SIDE. Las desgrabaciones de las escuchas las realizaba Ebrahim, un iraní que de noche trabajaba como barman del boliche Top Secret, propiedad del agente de la SIDE Raúl Martins.
Entre copas y tragos, el barman tradujo muchas grabaciones telefónicas antes y después del atentado, por ejemplo las de Mohsen Rabbani. Son los famosos casetes con 40.000 horas de conversaciones que desaparecieron, probablemente porque comprometían a Rabbani y a la SIDE por partes iguales.
Existen evidencias sobre media docena de alertas previas que fueron ostensiblemente ignoradas y que demuestran que el Estado argentino sabía que iba a ocurrir el atentado. El 18 de mayo de 1994, el ex agente de Inteligencia Mario Aguilar Rizzi, que en esos días purgaba prisión en una cárcel de Buenos Aires, envió dos cartas certificadas por las autoridades del penal: a un juez federal y al ex ministro del Interior Carlos Corach. Denunciaba tener conocimiento de que en las próximas semanas iba a producirse un atentado, ¿de gran magnitud?, contra una institución judía, y daba los nombres de algunos de los posibles terroristas. Anticipaba que el blanco más probable era la AMIA.
El 4 de julio de 1994, el brasileño Wilson Dos Santos fue personalmente a los consulados argentino e israelí en Milán, luego declaró ante la embajada argentina en Italia, ante el consulado argentino en San Pablo y ante agentes de inteligencia brasileños y periodistas de la revista Istoé para denunciar que “en los próximos días” iba a ocurrir un atentado contra una entidad judía de Buenos Aires. En la legación argentina fue atendido por la cónsul Susana Fasano, quien informó al funcionario de inteligencia de la Embajada en Roma. El 18 de julio, día del atentado, Dos Santos llamó desde Milán a la Policía Federal Argentina para dar los nombres de los supuestos terroristas.
Dos Santos, que trabajaba como agente de inteligencia para algún servicio brasileño, también formuló su denuncia en la embajada israelí, de lo que se desprende que el Mossad y la CIA estaban al tanto de los planes argentinos, lo cual no representa un dato menor. Esto explica por qué, a las pocas horas de producido el atentado, el gobierno del primer ministro israelí Yitzhak Rabin propuso al gobierno de Menem coordinar una interpretación unificada de lo sucedido, que conviniera a los intereses políticos de ambas administraciones. Así se desprende de un cable del embajador argentino en Israel José María Otegui, a las 2.50 horas del 19 de julio de 1994. El resto es historia conocida.
Miradas al Sur
19/07/2015