Es la gran pianista argentina de toda la historia y ya tiene lugar entre las mejores del mundo. La que impone sus condiciones para cada presentación. La que detesta a la prensa y mira esquiva a las cámaras. Los críticos la califican de imprevisible, temperamental y torturada, pero algo la llevó a Martha Argerich a cambiar la acústica y el terciopelo del Teatro Colón, por un galpón industrial con techo de chapa en Villa Martelli. Muy probablemente, esta fue la primera vez en su vida que Martha Argerich pisó una fábrica.
Por Walter Goobar
Es la gran pianista argentina de toda la historia y ya tiene lugar entre las mejores del mundo. La que impone sus condiciones para cada presentación. La que detesta a la prensa y mira esquiva a las cámaras. Los críticos la califican de imprevisible, temperamental y torturada, pero algo la llevó a Martha Argerich a cambiar la acústica y el terciopelo del Teatro Colón, por un galpón industrial con techo de chapa en Villa Martelli. Muy probablemente, esta fue la primera vez en su vida que Martha Argerich pisó una fábrica.
“No hay cultura culta y cultura popular; hay una sola cultura que es la que sentimos todos”, dijo después de las ovaciones.
Junto con el pianista Eduardo Hubert, el violinista Eduardo Gintoli y el bandoneonista Néstor Marconi, ofreció el mismo repertorio que en el Teatro Colón. La diferencia es que tocaba justo debajo de un puente grúa capaz de levantar 20.000 kilos con bobinas de acero de la ex metalúrgica Wasserman, que en la actualidad emplea a 85 trabajadores.
Orgullosos trabajadores de la planta y de otras fábricas recuperadas con sus familias se apretujaron con gente de clase media que llegó hasta Martelli para escuchar obras de Tchaicovsky, Bartok, Brahms y Piazzolla. No era el ámbito natural ni el público habitual con los que se codea la artista; sin embargo, tocó como una endemoniada. El resultado fue el de siempre: magia y ovaciones.
Su acento indefinido, su voz tenue y su mirada tímida contrastan con la explosión de sus carcajadas y con la potencia de sus interpretaciones frente al piano. Sea en Bruselas –que es donde reside–, en Nueva York, donde recala, o en Buenos Aires, de donde estuvo ausente 13 años, Argerich parece querer rodearse de un muro invisible e infranqueable.
“De lo único que te habla es de la energía, el horóscopo (es geminiana), del feng-shui y esas cosas”, dice uno de los funcionarios de la Secretaría de Cultura que la acompañaron a Villa Martelli con la consigna de mantener a raya a la prensa. Sin embargo, en ese galpón con techo de zinc y rodeada de un público inusual, esta mujer frágil que teme la soledad y la muerte se concedió el permiso para jugar con el público y con la música.
Capaz de prohibir un documental sobre su vida o de suspender un concierto si el azar le juega una mala pasada o si se siente acosada por cronistas, en contadas oportunidades ha explicado cómo llegó a ser una de las más grandes pianistas de la historia.
Argerich dice que “nunca” supo que iba a ser pianista. “Aún no lo sé. Por ahí es un poco infantil hablar de esa manera, pero yo soy un poco infantil. Un poco, porque si lo fuera del todo no lo diría. En general, no me siento establecida en ningún aspecto. Es como si estuviera siempre construyéndome. Pero pienso que eso es la vida: hasta que nos morimos estamos siempre construyéndonos.”
A los dos años, un amigo de cinco la molestaba diciéndole lo que ella no podía hacer y él sí. Un día, el amigo aseguró que Martha no podía tocar el piano, porque era demasiado chiquita. Y ella fue hasta el piano del jardín de infantes y, con un dedo, tocó las canciones que cantaba la maestra. La maestra llamó a los padres. Los padres le compraron un instrumento y la llevaron a estudiar.
“Eso de responder a desafíos –ha declarado– tiene su lado bueno y su lado malo. Porque sigo haciéndolo. De una manera mucho más maquillada pero sigo siendo así, y muchas veces me obligo a aguantar y a sufrir cosas terribles con el único argumento de que puedo hacerlo. ¿Y cuál es el sentido? ¿Para qué hay que tolerar lo que nos hace mal?”
“Ella nos dijo que conocía el fenómeno de las fábricas recuperadas y quería saber de qué manera nos organizábamos. Quería ver la fábrica en funcionamiento y prometió venir de sorpresa”, cuenta Alejandro Coronel, de 38 años, miembro del consejo de administración de la Cooperativa Los Constituyentes. “La otra gran duda de Argerich era qué había pasado con los dueños”, agrega Pascual Nieva, de 47 años, presidente de la cooperativa.
Argerich se fastidia con el acoso de los fanáticos y de los medios, pero en la fábrica se armó de una desconocida paciencia. A una admiradora que la acosaba con un grabador para que le enviara un saludo a cada miembro de su familia, recién la despachó luego de la décima dedicatoria.
“Imaginate: para nosotros es como una mujer de otro planeta y de pronto nos pidió para ir al baño...”, cuenta Alejandro.
“Se quedó encerrada y empezó a los gritos”, completa Pascual.
Consciente de que no estaba ante un público acostumbrado a la música clásica, Argerich desde el piano ordenaba al público: “Aplaudan” o “Ahora no”. Se veía que disfrutaba el momento. No tocaba por compromiso. En determinado momento el pasador de página le colocó la partitura al revés y, tras fulminarlo con la mirada, Argerich se sonrió y se entregó totalmente.
A pesar de que no parece una artista con compromiso social, la política tuvo bastante que ver con el destino de la familia Argerich. “Papá y mamá se conocieron en la Facultad de Ciencias Económicas –contó Martha–. Ella era o nce años menor y era una de las tres o cuatro mujeres que estudiaban allí. Papá era presidente de su partido, el radical, y mamá era la presidenta del suyo, el socialista. Y así se encontraron y empezaron a pelearse y se enamoraron.”
Aunque la pianista no quiso explicitar las razones por las que decidió participar en el programa “Música en las fábricas”, de la Secretaría de Cultura, una vieja deuda pendiente con su madre –ya fallecida– y un desopilante encuentro con Juan Domingo Perón (ver aparte) operaron el milagro de llevarla a Villa Martelli.
En la madrugada posterior a un concierto en el Colón, Argerich se reunió con un puñado de amigos. De pronto, el tema cambió abruptamente, y Martha deslizó un ideal: “Quiero hacer algo por el país, estar más tiempo. ¡Cómo me gustó estar en Salta, Tucumán, Mendoza, Córdoba, Entre Ríos! ¡Qué lindo Entre Ríos, me encantó! Y aquí, ¡qué bueno el público! Fueron cálidos, respetuosos... hasta percibí ese no sé qué, la sensación de advertir que había una mayoría de amantes de la música en serio, y muy conocedores”.
Bajo ese puente grúa de Villa Martelli, Argerich le hizo un guiño cómplice a esa madre que desde algún lugar la estaría mirando. Por primera vez en mucho tiempo sintió que estaba haciendo algo por el país.
Una de pizza y champán
La historia de la cooperativa Los Constituyentes comenzó a andar hace apenas dos años, cuando la firma se encontraba en concurso preventivo de acreedores. Un año después fue arrendada por los propios trabajadores y el Poder Legislativo de la provincia de Buenos Aires sancionó las leyes 12.996 y 13.039 entregando la planta industrial y las maquinarias en comodato al colectivo que hoy la mantiene en actividad. La fábrica –que fue inaugurada por Carlos Menem– pertenecía a Ignacio Wasserman. En 2001 entró en una crisis profunda. “Nosotros sabíamos que iban a hacer un vaciamiento y que nos quedábamos todos en la calle. Por eso decidimos instalarnos adentro y formar una cooperativa”, dice Pascual Nieva. “Para Navidad de 2001 tuvimos que salir a pedir a un mercado que nos fiara porque no teníamos para comer. Les prometimos que con el primer trabajo que tuviéramos les íbamos a pagar –agrega Alejandro Coronel–. Acá se fabricaban 12.000 toneladas mensuales de caños y de repente la empresa empezó a caer. El dueño entró en la timba del dólar... Wasserman era un empresario muy ligado a Menem y a la pizza con champán. Él quería despedir a 30 personas (la mitad del personal) y producir sólo 1.500 toneladas por mes. Nosotros le dijimos que no.” Los trabajadores no tenían recursos para comprar la materia prima, por eso los primeros clientes tuvieron que traer la chapa y la cooperativa sólo cobraba la mano de obra. Ahora, los 50 miembros de la cooperativa han tenido que contratar más personal y hoy dan trabajo a 85 personas.
QUE LA MUSICA LLEGUE
Por Néstor Marconi*
Revista Veintitrés
Numero edicion: 330 04/11/2004
Uno elige esta profesión para llegar a la gente de todas las maneras posibles. Y la música en las fábricas es una manera más de llegar a un público que muy difícilmente nos vaya a ver a un teatro como el Colón o a un lugar como el Club del Vino. Tengo una frase que repito siempre: “La música es la más grande de las artes. Pobre de aquel que no se divierta y no esté feliz de hacerla”. No sé por qué Martha se enganchó, pero en el fondo debe tener un alma humilde. Entre el público vi caras llenas de emoción porque habrán pensado que nunca la oirían o saludarían. Hay gente que paga una entrada carísima y no puede llegar a darle la mano y en la fábrica hubo gente que la tocó, que habló con ella, que recibió un autógrafo. Ella misma se permitió cosas que en otros ámbitos no se permite, como tocar en un trío. La pregunta obligada era cómo se sentía tocando en una fábrica. Creo que su mejor respuesta fue no darle importancia a la diferencia. Como ella misma dijo: “Tengo que tocar y es lo único que me importa hacer. Aquí o en algún teatro”.
*Bandoneonista, acompañó a Argerich en el este concierto
el desopilante encuentro con Perón
Cuando Argerich tenía 12 años, el general Perón la citó en la Casa Rosada: “Yo no era muy peronista; me acuerdo que siempre estaba pegando por todos lados papelitos que decían ‘Balbín-Frondizi’”, confesó Argerich cuando narró el episodio a Diego Fischerman en la revista Clásica. Perón, que la había escuchado en el Colón, la recibió con una pregunta: “¿Y adónde querés ir, ñatita?”. “Y yo quería ir a Viena, para estudiar con Gulda. A él le gustó que no quisiera ir a Estados Unidos. Lo más cómico fue que mi mamá, para congraciarse, le dijo que a mí me encantaría tocar un concierto en la UES. Y parece que yo debo haber puesto una cara bastante reveladora de que la idea no me gustaba porque Perón le empezó a seguir la corriente a mamá, diciéndole ‘por supuesto señora, vamos a organizarlo’, mientras me guiñaba un ojo y, por debajo de la mesa, me hacía con un dedo que no. El la estaba cargando a mamá y a mí me tranquilizaba. Se dio cuenta de que yo no quería. Fantástico, ¿no? Y le dio un trabajo a mi papá. Lo nombró agregado económico en Viena. Y a mamá le dijo que le parecía que ella también era muy inteligente, emprendedora y capaz, y le consiguió otro puesto en la embajada.”
MARTHA METALÚRGICA
Por Torcuato S. Di Tella*
¿Por qué hacerle tocar a Martha Argerich música clásica en una fábrica reciclada por sus trabajadores? Para peor, en Villa Martelli. Bueno, a Martha Argerich nadie la obligó. Ella venía de tocar en el Hotel Llao Llao, en la semana musical, donde costaba unos cuantos pesos alojarse para poder escucharla a ella y a otros ejecutantes. ¿Cultura para la elite y cultura para el pueblo? Sí, y cada uno con las comodidades que están a su alcance, pero el producto cultural fue igual. Si a unos se les ofrece Beethoven, y a otros una murga, hay quienes protestan. Si se les ofrece lo mismo, también protestan. ¿No se dan cuenta del efecto reparador de ir hacia quienes tienen dificultad de llegar? Y nada menos que en una industria rehabilitada por acción de la voluntad solidaria. ¿Pero será posible que no se den cuenta del significado del evento, que se propaga como las o ndas de una piedra lanzada en un lago, hasta muy lejos de su impacto inicial?
*Secretario de Cultura de la Nación
Revista Veintitrés
Numero edicion: 330 04/11/2004