Es un país inestable que limita con Afganistan. La cúpula política se alineó con Estados Unidos, pero la militar está influida por fundamentalistas. Y en las calles hay sangrientas manifestaciones. Si los partidarios de Bin Laden tomaran el poder, tendrían nada menos que armas nucleares en su poder. Radiografía del eslabón más débil de la alianza antitalibán.
Por Walter Goobar, desde Islamabad
Nasir tiene 26 años y un extraño brillo en los ojos. Dice que no sabe cuántos hombres ha matado. Este joven paquistaní que estudia en la escuela coránica Akhora Jatak, ubicada a mitad de camino entre Islamabad y la ciudad de Peshawar, fronteriza con Afganistán, narra con recelo su paso por la guerra. “La primera vez fue en 1996”, dice. Nasir no necesita aclarar que está hablando de la primera vez que mató a un hombre. Después de pasar tres semanas en un campo de entrenamiento con instructores militares árabes y paquistaníes, Nasir fue enviado a combatir al norte de Kabul: “Fue una carnicería”, dice, pero no se arrepiente: “Cuando uno mata a un enemigo se convierte en ‘gazi’, un combatiente de la Jihad (Guerra Santa). Si uno cae en combate se transforma en ‘shahid’, un mártir que irá directamente al cielo”. Cuando Nasir habla sobre los norteamericanos, la mirada fúnebre de quien ha pasado muchas horas memorizando el Corán se torna filosa como el acero de una navaja: “Si los americanos creen que van a derrotar al Islam con la fuerza de sus misiles, están locos. Voy a empuñar las armas contra los americanos y es mejor que ni usted ni ningún otro extranjero se cruce en mi camino”.
Nasir no está solo: durante los últimos siete años Pakistán ha sido el principal proveedor de pertrechos bélicos, combustible y comida al régimen de los talibanes y los militares paquistaníes han oficiado de instructores en los campos de entrenamiento ubicados a ambas márgenes de los 2.500 kilómetros de frontera. Durante ese mismo período, unos 60.000 estudiantes islámicos paquistaníes –es decir, las tres cuartas partes de todos los egresados de las escuelas coránicas de Pakistán– han combatido en Afganistán. Hace un año, cuando los talibanes conquistaron la localidad de Taloqan, al noroeste de Afganistán, más de sesenta oficiales paquistaníes y una unidad de comandos de Pakistán asesoraban a los 12.000 hombres de las fuerzas talibanas, que incluía a 4.000 combatientes no afganos.
El llamamiento de Osama Bin Laden a los paquistaníes para que inicien una Guerra Santa contra Estados Unidos causó un fuerte impacto en Ahmed, un camionero de 29 años. La corrupción y el deterioro económico de los últimos años han hecho que este camionero, que transporta algodón al puerto de Karachi en un camión Nissan modelo ’91, considere que las propuestas de Bin Laden son la solución a sus problemas: “Estoy a favor de la Guerra Santa”, dice con la misma naturalidad con que podría hablar de criquet, que es el deporte nacional.
Al momento de lanzarse la operación militar aliada contra Afganistán, entre 3.000 y 4.000 militantes islámicos paquistaníes combatían junto a los talibanes, mientras que un par de millares están siendo entrenados en Afganistán para combatir en la guerra que Pakistán y la India libran en Cachemira.
La noche anterior al comienzo de los bombardeos aliados contra Afganistán, el presidente de facto de Pakistán, Parvez Musharraf, remodeló parte de la cúpula militar y reemplazó al general jefe de los todopoderosos servicios secretos por considerarlos demasiado cercanos a la política pro talibán que Islamabad acaba de abandonar.
El general Mahmood Ahmed, que estaba al frente de la agencia de Información Inter-Servicios, no logró convencer a sus aliados afganos de que entregaran a Osama Bin Laden a Occidente. Sin embargo, la purga militar no termina de convencer a muchos analistas y diplomáticos que hasta ahora veían a Musharraf como un rehén de las posturas fundamentalistas de estos tres generales que participaron muy activamente en el golpe de Estado que lo llevó al poder hace dos años. De hecho, para relevar a Ahmed del cargo, Musharraf tuvo que ascenderlo al grado de general de cuatro estrellas y nombrarlo presidente del Comité de la Junta de Estado Mayor, un cargo ceremonial y sin mando de tropa.
Pese a que Musharraf se empeña en demostrar que controla la situación, hay que seguir de cerca los pasos de los uniformados pro islamistas. El escenario más temido es tomen el control de las armas nucleares paquistaníes, derroquen a Musharraf e instauren un gobierno teocrático en el país que tiene la mayor población musulmana de todo el mundo. De hecho, muchos jóvenes oficiales se consideran a sí mismos soldados del Islam en igual o mayor medida que soldados del régimen.
La perspectiva de una cuarta guerra entre Pakistán y la India, peleada esta vez con armas nucleares, estuvo a punto de ocurrir en la primavera de 1999, cuando dos aviones Mig-27 de la fuerza aérea de la India fueron derribados por la artillería paquistaní. Ambas partes pusieron sus fuerzas de ataque nucleares en máxima alerta y aparentemente comenzaron a insertar núcleos fisionables en sus armas atómicas. Esta crisis, cuya gravedad fue ocultada a la opinión pública internacional, fue la confrontación directa más peligrosa entre potencias militares nucleares desde la crisis de los misiles en Cuba de 1962.
Desde 1993, un informe de la CIA califica al conflicto de Cachemira como capaz de desatar una guerra con armas nucleares. De hecho, ambos países fueron sancionados por Estados Unidos después de que se conoció su carrera armamentista nuclear, pero dichas sanciones fueron retiradas en los últimos días para facilitar la adhesión paquistaní a la llamada coalición contra el terrorismo.
El carácter limitado del arsenal nuclear paquistaní encierra otro peligro: según informes de inteligencia provenientes de la India, que además de vecino es su archienemigo jurado, en caso de un conflicto entre ambos países, “Pakistán no se plantea alternativas intermedias entre un conflicto de baja intensidad y el uso de la opción nuclear”. La pesadilla nuclear paquistaní quita el sueño a más de un estratega estadounidense. De allí que uno de los puntos prioritarios en la reanudada ayuda militar estadounidense sea un sofisticado equipo para la defensa perimetral de las instalaciones nucleares ultrasecretas.
La decisión de Musharraf de colaborar con Washington ha encontrado resistencias en los comandantes de nueve cuerpos que se opusieron a ceder a las exigencias norteamericanas. “Muchos comandantes en los que Musharraf deposita su poder ven a EE.UU. como un enemigo del Islam”, afirma una calificada fuente diplomática en Islamabad. El jefe de la Fuerza Aérea, Pervez Qureshi, es uno de los comandantes que cuestionó la decisión de permitir el uso del espacio aéreo paquistaní y el aporte de información de inteligencia a EE.UU.
Además, en un ejército en el que las lealtades étnicas y tribales son decisivas, Musharraf es un extraño: proveniente de una familia que inmigró de la India, no es miembro de las etnias punjabi o patán que conforman el grueso de las fuerzas armadas. Para estas fuerzas que durante los últimos años se han reislamizado y tornado particularmente antioccidentales, resulta particularmente irritante recibir órdenes de un hombre formado en un colegio cristiano de Lahore (India), y luego graduado en una academia militar en el Reino Unido.
Algunos generales albergan la mesiánica fantasía de crear “la media luna invertida”: un califato que tenga a Pakistán como pivot y se extienda desde Cachemira hasta el Asia Central e incluya a Afganistán. En efecto, hace algún tiempo un veterano jefe de Estado Mayor paquistaní se jactaba en privado de que Afganistán se había convertido en una suerte de protectorado de su país.
La población afgana que vive refugiada en Pakistán y los propios paquistaníes se mueven entre el enfrentamiento con los talibanes y el rechazo a la operación militar contra Afganistán. En Peshawar, los soldados paquistaníes vigilan desde una rústica torre, parapetados tras las ametralladoras, para impedir que se produzca una invasión de decenas de miles de personas, desarmadas, hambrientas y exhaustas que quieren llegar a los campamentos en los que ya se hacinan casi dos millones de afganos. Al igual que la guerra, el invierno empieza a descender ya desde las cumbres vecinas.
De Palestina a Arabia Saudita
tiembla el mundo árabe
La incógnita respecto de Pakistán se puede extender a gran parte del mundo árabe. ¿Hasta dónde Osama Bin Laden genera simpatías? Y mucho más importante: ¿esas simpatías pueden provocar cambios geopolíticos significativos? Un caso especialmente interesante es lo que ocurre con los palestinos, con quienes Bin Laden explícitamente se solidarizó. La dirigencia palestina, incluido Yasser Arafat, condenó al millonario saudita. “No tenemos nada que ver con él. Somos un movimiento de liberación legítimo que lucha contra una ocupación ilegítima. Pero no odiamos a los americanos ni al mundo occidental. Muchas veces hemos sido usados, porque cualquier referencia a nuestra causa, tan obviamente justa, genera simpatías. No queremos que ocurra de nuevo. No queremos que el público norteamericano nos identifique con el terrorismo ni con el odio”. Sin embargo, hubo manifestaciones pro Bin Laden en las calles. La policía de Arafat reprimió y tres manifestantes murieron. ¿Hasta dónde llega el choque entre los pueblos árabes y su conducción? Bin Laden cree que llega lejos. La decisión de los principales aliados norteamericanos –como Arabia Saudita– de no alinearse incondicionalmente como lo habían hecho en la Guerra del Golfo, revela que las elites están preocupadas. Los especialistas occidentales sostienen que no hay riesgo serio de toma del poder de sectores pro Bin Laden, salvo en Pakistán y Arabia Saudita, es decir, una potencia nuclear y otra petrolera.
Revista Veintitrés
Numero edicion: 170 02/00/2001