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No crea todo lo que le cuentan

Partes de guerra

La inteligencia norteamericana ya habla de extender las operaciones a Irak, Indonesia y Filipinas. Mientras, cierra su alianza con sectores tan fanáticos como los talibanes. ¿Contra quién pelean? ¿Para qué? ¿Por qué no dan cifras de muertos? Para no lamentar otra “guerra sucia”, conviene empezar a hacerse algunas preguntas.

Por Walter Goobar
El segundo día, Estados Unidos atacó más objetivos como pistas de aviación, campos terroristas y oficinas públicas como el Ministerio de Defensa. Pero lo hizo con la mitad de bombarderos, misiles crucero que el domingo. Eso tiene que ver con la prudencia que se apoderó de los funcionarios del Pentágono, que ya no ven beneficio en hacer volar cosas por el aire, sin un claro sentido de cuál es el objetivo. Y todavía deben analizar seriamente los éxitos y fracasos de los primeros bombardeos. No está claro cuál es el real daño que se produjo sobre las defensas aérea talibanas. Y el número de víctimas no está ni remotamente claro. La única cifra –de 30 muertos– fue proporcionada por el gobierno talibán. Los bombardeos no alcanzaron para conmover la visión de los norteamericanos sobre que lo peor del terrorismo todavía no pasó. Y como si las tensiones no fueran suficientes, un segundo hombre, en Florida, mostró signos de haber sido expuesto al ántrax. De repente, el gobierno parece menos optimista respecto de que se trataría de casos aislados.”
El párrafo con el que comienza esta nota fue publicado en la mañana del martes por The New York Times. Es una descripción muy sintética de lo que el periodismo occidental siente frente a la guerra que enfrenta a Estados Unidos con los talibanes. Los atacantes no dan información sobre las consecuencias humanas de los bombardeos, no está para nada claro que el ataque hubiera sido un éxito, y de ninguna manera está claro que la operación “Libertad duradera” sirva para detener y no para alimentar aún más el terrorismo internacional. Al párrafo del New York Times habría que agregarle algunos pincelazos que completan el panorama. Unas horas después de publicado, el mundo se enteraría que los bombardeos habían terminado con la vida de cuatro trabajadores de las Naciones Unidas que desarrollaban su tarea acosados por el régimen talibán: las primeras víctimas civiles reconocidas por una fuente independiente. El miércoles, la agencia oficial afgana hablaba de 76 muertos. Estados Unidos no confirmaba ni desmentía. Otro pincelazo: la misma prensa occidental difundía el miércoles que el operativo no termina ni en Afganistán ni en Irak y que se espera todo tipo de operaciones –abiertas o encubiertas– por lo menos en Indonesia y Filipinas. ¿Contra quién? ¿De qué manera? ¿Con qué pruebas? A medida que la guerra avanza es por lo menos lícito hacerse estas preguntas.
ALIADOS. Con una ingenuidad típicamente norteamericana, Bush apuesta a que la Alianza del Norte, que lucha contra el régimen talibán desde 1996, será el punto de apoyo de Estados Unidos contra el gobierno de Kabul. Esos presuntos aliados son tan feroces y fundamentalistas como los talibanes, y la sola mención de esa alianza destruye todos los argumentos según los cuales “Libertad duradera” se hace para defender al pueblo afgano, o los derechos individuales, o los derechos de las mujeres, o la libertad de alguien. Es, en principio, una operación de contraterrorismo que, hasta ahora, ofrece grandes flancos para sospechar que no es demasiado precisa.
Antes de los atentados del 11 de setiembre, los gobiernos occidentales miraban con desconfianza y desprecio a la Alianza del Norte que lucha contra los talibanes desde 1996, y todos se habían olvidado por completo de la existencia del ex rey de Afganistán, Mohamed Zahir Shah, un anciano de 86 años, exiliado desde 1973 en Roma. Hoy el monarca y la guerrilla antitalibán son objeto de su máxima atención, pues con ellos pretenden construir un gobierno de unión nacional para reemplazar al régimen de los talibanes, al que están decididos a derrocar.
Brazo armado del frente antitalibán que se va consolidando en Roma bajo la tutela estadounidense, la Alianza del Norte, hoy rebautizada como Frente Unido para la Salvación de Afganistán, nació en 1996 a raíz de la toma de Kabul por parte de los talibanes.
La Alianza es una coalición heterogénea, cuyo principal integrante es el Jamiat-islami (asociación islámica), fuerza encabezada por el comandante Ahmed Shah Masud, asesinado el 9 de setiembre.
Musulmán ferviente –estudiaba el Corán todos los días con los mullahs–, hombre culto –se había graduado en el Instituto Politécnico de Kabul después de estudios secundarios en el liceo francés de la capital afgana y dedicaba sus escasos ratos libres a leer poesía–, Masud, de la etnia tayik, era una leyenda viva en Afganistán. Admiraba al Che Guevara, Mao Tse Tung y Charles De Gaulle...
El León de Panshir y sus hombres fueron los primeros en ocupar Kabul después de la caída del régimen apoyado por Moscú. Fue el apogeo de la hazaña de Masud y el inicio de una terrible lucha fratricida entre los jefes guerreros de distintas etnias que se repartieron el poder. La llegada masiva de los talibanes a Kabul puso fin a la carrera “política” de Masud y de los demás jefes guerrilleros. Se replegó de nuevo en su región natal de Panshir y pasó los últimos cinco años de su vida oponiendo a los talibanes la misma resistencia que había manifestado frente a los soviéticos.
El 9 de setiembre, dos supuestos reporteros de origen marroquí, que llevaban pasaportes belgas, asesinaron a Masud en un atentado kamikaze que los líderes del Jamiat-islami atribuyen a Osama Bin Laden y ligan con los ataques terroristas contra Nueva York y Washington. En su cruzada antitalibán, Estados Unidos quiere aprovechar a estos combatientes que conocen perfectamente la difícil topografía de su país y la Alianza del Norte pretende sacar partido del poderío militar estadounidense para deshacerse de los talibanes.
Para Washington no sería nada nuevo alimentar, proteger o financiar a grupos fundamentalistas que violan los derechos humanos. Ya lo hicieron antes con, por ejemplo, Osama Bin Laden y los talibanes. Todo vale en la guerra. También en esta.
Las dudas y contradicciones se repiten a la hora de lograr consenso y reclutar aliados: regímenes dictatoriales y tiránicos como los de Arabia Saudita, Pakistán y las ex repúblicas soviéticas consiguen su legitimación en nombre de una libertad y una democracia que jamás practicaron ni practicarán. Para Estados Unidos y Gran Bretaña, pero también para sus aliados europeos, para todos los países de Asia Central, entre los que destacan Pakistán e Irán, al igual que para Rusia, China y la India, Afganistán es más que nunca un tablero de ajedrez en el que todos mueven sus piezas.
FRENTES. En el caso de que hubieran sido exitosos, los primeros bombardeos sobre Afganistán constituirían apenas una fase absolutamente preliminar de la guerra que se viene. Han destruido campos de entrenamiento. Pero sólo algunos y sólo en Afganistán, cuando se trata de una red de organizaciones que se entrena, por lo menos, en Argelia, Egipto, Arabia Saudita, Indonesia y Filipinas, y cuando más en países occidentales, incluido Estados Unidos. Las fuentes de inteligencia norteamericana sostenían el miércoles que la segunda fase del operativo será mucho más compleja. Imaginan helicópteros, volando casi al ras, en la persecución de objetivos más precisos. No especifican si se trata de objetivos humanos o militares, ni si tienen precisiones sobre quiénes serán los futuros hombres bomba, forma de diferenciarlos de civiles no involucrados en Al Qaeda. De cualquier manera, los vuelos al ras son mucho más riesgosos que los bombardeos desde alturas casi inalcanzables.
Hay una multitud de frentes. Uno es el militar. Otro es el de inteligencia. Al respecto, es muy ilustrativo el testimonio publicado esta semana en Atlantic Monthly de un agente de la CIA que operó en la zona. “Habiendo trabajado para la CIA durante casi nueve años en asuntos del Medio Oriente (dejé el cargo de director de Operaciones a causa de la frustración por los muchos problemas de la Agencia), podría argumentar que el programa de lucha contra el terrorismo de Estados Unidos en el Medio Oriente y sus alrededores es un mito”, escribe Gerecht. “No puedo imaginar cómo la CIA, siendo como es hoy, tenga alguna posibilidad de tener éxito en operaciones encubiertas contra el terrorismo y contra Bin Laden.” En sus razonamientos, Gerecht cita a un antiguo agente de la División del Este: “La CIA probablemente no tenga ni un solo agente de respaldo calificado que hable el árabe en el Medio Oriente y que pueda pasar por un verdadero musulmán fundamentalista y que quiera voluntariamente gastar años de su vida comiendo comida basura y sin mujeres en las montañas de Afganistán. ¡Por Dios Santo, la mayoría de los agentes viven en los suburbios de Virginia! Nosotros no hacemos esa clase de cosas”. Un oficial más joven le echa más leña al problema: “Las operaciones que incluyan diarrea como modo de vida no ocurren”.
Según Gerecht, “las operaciones contra el terrorismo son demasiado peligrosas como para que los agentes de la CIA participen directamente”. El único camino efectivo para hacer marchar las operaciones ofensivas contra el terrorismo y los grupos islámicos radicales en los territorios más o menos hostiles es mediante un operativo con agentes encubiertos, pero EE.UU. no los tiene: “A menos que uno de los soldados de Bin Laden camine hasta la puerta del consulado de Estados Unidos o de la embajada, las posibilidades de que un agente de la CIA lo vea son extremadamente pobres”, escribe el ex director de operaciones de la CIA.
EL FRENTE INTERNO. Al cierre de esta edición no había absolutamente ninguna sensación de victoria, ni de inminencia de victoria en el mundo occidental. Al contrario, el fantasma que recorre el mundo es la sensación de que la humanidad se enfrenta a un desafío en el cual su dirigencia deberá ser extremadamente sabia y prudente si pretende evitar decenas de miles de muertes inocentes. En Estados Unidos hay psicosis en estos días por la guerra química (ver más adelante en esta misma edición), algo que esconde en realidad el pánico frente a lo desconocido. ¿Hasta dónde llegará la ofensiva terrorista? ¿Cuántos muertos más deberán soportar? El 48 por ciento de los norteamericanos se manifestó en contra de los bombardeos en una encuesta difundida por la CNN. Se recortan los presupuestos nacionales y también algunos locales, como el de Nueva York, lo que profundizará la recesión ya existente. El gobierno aumentará el dinero que deriva a investigaciones científicas contra ataques químicos o bacteriológicos. Algunos científicos están entrenando abejas para que rastreen la presencia de agentes tóxicos y otros diseñan chips sobre los cuales montar rodajas de cerebros de ratas que podrían enviar señales de alarma frente a la presencia de riesgo serio de ataque químico o bacteriológico. Todos ensayos que demuestran que este desafío se resolverá –o no– con un trabajo más serio, más sereno, y de una complejidad mayor a la de los bombardeos de la principal fuerza armada del mundo sobre el más pobre de los países.
DAÑOS COLATERALES. En la jerga bélica los muertos no existen: en el léxico militar los cuatro empleados de la ONU en Kabul que fueron el blanco equivocado de un misil inteligente sólo son “daños colaterales”. Al igual que ocurrió durante la Guerra del Golfo, las víctimas civiles causadas durante los bombardeos aliados se denominan “daños colaterales”, mientras que las usinas de propaganda misilística insisten en que los aliados en realidad no pretenden matar a los civiles afganos sino a “deteriorar” o “degradar” el inexistente poderío bélico de los talibanes. En ese sentido, el periodista británico Robert Fisk, corresponsal del diario The Independent y autor de numerosos libros sobre las crisis de Medio Oriente, sostiene que en Afganistán la prensa occidental está siendo nuevamente conducida como un rebaño conformista semejante al que acompañó las guerras del Golfo en 1991 y la de Kosovo en 1999. Durante los primeros días de los bombardeos en el Golfo Pérsico, la palabra de moda fue “diezmar”, utilizada erróneamente como sinónimo de “destruir”. Fue necesario que el legendario Walter Cronkite, de la CBS, explicase que “diezmar” significa castigar a sólo uno de cada diez para que los medios modificaran su verborrea. El concepto de “bombardeo en alfombra”(carpet bombing) cautivó durante semanas a la prensa hasta que alguien cayó en la cuenta de que esto significaba “bombardear grandes áreas sin blancos específicos”, lo que representa un contrasentido con la conocida frase: “Hacemos todo lo posible para evitar ‘daños colaterales’” .
Revista Veintitrés
ID nota: 10858
Numero edicion: 170      02/00/2001
 

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