El reconocido periodista de investigación Seymour Hersh.
Hersh, quien en 1970 obtuvo el premio Pulitzer, publicó recientemente el libro "El lado oscuro de Camelot" en el que prueba que Kennedy tenía muchas cosas que ocultar: "Tantas, que el asesinato de Dallas lo salvó de un Watergate"
(Por Walter Goobar) En 1963, pocos meses antes del atentado de Dallas, Bill Clinton, entonces un joven estudiante de Arkansas, viajó a la Casa Blanca. La foto de su apretón de manos con el presidente John F. Kennedy fue utilizada ampliamente por los estrategas de Clinton durante la campaña para las elecciones presidenciales de 1992. La idea era relacionar en el imaginario norteamericano al gobernador de Arkansas con el mártir. Como Kennedy, Clinton era un demócrata moderado, reformista, joven y repleto de energía. Sin embargo, en 1994, Lance Morrow escribió en Time: «El problema de Clinton es que puede haber aprendido algunas lecciones
equivocadas de JFK». La frase, escrita tras la denuncia por acoso sexual de Paula Jones, suena ahora como una profecía. Al igual que Clinton, Kennedy era un mujeriego infatigable, al borde de la enfermedad. Además de sus múltiples aventuras con secretarias, azafatas y actrices -incluida Marilyn Monroe-, compartió una amante -Judith Campbell Exner- con Sam Giancana, un capo de la Mafia. También fue un gran frecuentador de prostitutas, según afirma el reconocido periodista de investigación Seymour Hersh.
Hersh, quien en 1970 obtuvo el premio Pulitzer, publicó recientemente el libro "El lado oscuro de Camelot" en el que prueba que Kennedy tenía muchas cosas que ocultar: "Tantas, que el asesinato de Dallas lo salvó de un Watergate". Durante cinco años Hersh entrevistó asistentes, amigos, amantes y guardaespaldas de Kennedy y su libro ha levantado una fuerte controversia en EE.UU., no sólo porque incursiona en los aspectos de la vida privada de JFK, sino también porque revela las fascetas más sórdidas de ese presidente apuesto, heroico, visionario que construyó la leyenda de que la Casa Blanca era Camelot y que él era el rey Arturo.
Lejos de ser una biografía, "El lado oscuro de Camelot" es un compendio de la sistemática temeridad de Kennedy para enmascarar lo que estaba haciendo y lo que estaba pensando. Esa temeridad abarcó desde las relaciones amorosas clandestinas hasta operaciones políticas encubiertas y las actividades de los servicios de inteligencia durante su gestión de gobierno. Si la magnífica película de Oliver Stone "JFK", absolutamente desprovista de rigor histórico, confirió a John Kennedy un aura progresista totalmente inexacto desde el punto de vista histórico, "El lado oscuro de Camelot" revisa la parte más negra de un gobierno largamente reverenciado.
El libro que ya lleva vendidos 350.000 ejemplares- ha recibido duras críticas de quienes consideran que reproduce chismes dignos de la prensa amarilla. Lo cierto es que Hersh incursiona en la esfera de la vida privada y retrata a Kennedy como un adicto a la promiscuidad sexual. El periodista se defiende argumentando que "una de las razones para informar acerca del sexo, es que éste es un determinante del carácter. Si uno engaña a su mujer, también es capaz de mentir sobre la crisis de los misiles". La tesis central de "El lado oscuro de Camelot" es que "la vida privada de Kennedy y sus obsesiones personales -su carácter- afectaron los asuntos de la nación y su política exterior mucho más de lo que cualquiera ha sabido". En el terreno de la política, Hersh documenta caso por caso los múltiples escándalos que amenazaban con arruinar su presidencia y concluye que fue asesinado en el momento justo para asegurarse la santidad.
La vida sentimental de los presidentes norteamericanos y de los aspirantes a serlo siempre ha interesado en Estados Unidos, aunque la limitada difusión de los medios de comunicación y una especie de pacto de caballeros --los periodistas solían ser hombres-- determinó que, hasta hace relativamente poco, rigiera un espeso velo sobre los secretos de alcoba.
Kennedy vio preservada su intimidad por la inquebrantable discreción de sus allegados, por la convicción de los representantes de los medios de comunicación de que su vida privada debía seguir siendo privada y por una compartimentación de su personalidad destacada por casi todos sus biógrafos. Nadie lo conocía del todo. En su reciente autobiografía, el ex director del "Washington Post", Ben Bradlee, asegura --y no hay motivos para no creerle-- que no se enteró de que Kennedy mantenía una relación íntima con su cuñada hasta años después.
Según Hersh, JFK enviaba al Servicio Secreto a reclutar prostitutas en las oscuras calles de Washington. A las mujeres se les amenazaba con internarlas en un manicomio si abrían la boca. Esta es una de las diferencias entre los tiempos de Kennedy y los de Clinton. Kennedy podía acallar voces mediante la amenaza y el soborno.
En aquella epoca, el adulterio sólo era tabú para las mujeres. A los hombres se les consentía y disimulaba, pero al aumentar el poder de la mujer, Clinton ha perdido la red de protección de la doble moral. El otro tabú infringido es el de la sinceridad: EE.UU. es individualista y el primer aval del individuo es su palabra, que le obliga a decir la verdad incluso cuando esta pueda ser insultante para su grupo, su familia o sus amigos. En efecto, la principal acusación contra Richard Nixon en el escándalo Watergate no fue el espionaje contra sus rivales politicos, sino haber mentido sobre el asunto.
"Los norteamericanos" -dice el analista político Joseph Mianowany-, "se han hecho cínicos. Ni siquiera se indignan cuando se les cuenta un escándalo político. Están tan saturados que alzan los hombros y dicen: Todo el mundo hace lo mismo". Esa apatía es peligrosa para el futuro de nuestra democracia".
La apatia denunciada por Mianowany está beneficiando a Bill Clinton. Por una parte, el presidente sufre en carne propia una de las consecuencias de Watergate: la libertad de información y crítica de los medios. La lluvia de denuncias que cae sobre él parece calcada de Kennedy: Whitewater, el suicidio de su colaborador Vincent Foster, las fichas del FBI usadas por la Casa Blanca, el supuesto acoso sexual a Paula Jones, la financiación irregular de su última campaña electoral... Sin embargo, todas las acusaciones contra Clinton han tenido escaso eco en la opinión pública.
"En los años setenta, la respuesta de los ciudadanos a Watergate fue la sorpresa, la indignación y la exigencia de que se hiciera algo para arreglar las cosas; en 1997 ya no existe esa clase de respuesta", se lamenta Fred Wertheimer, director en de Common Cause, un grupo de presión que intenta moralizar la financiación de la vida política.
Cuando se abrió la veda sobre las escapadas sexuales de Kennedy, comenzaron a caer todos los muros. Se publicó, por ejemplo, que el presidente Franklin Roosevelt había tenido diversas amantes y que fue una de ellas la que estaba junto a él en el momento de su muerte. La defunción de Nelson Rockefeller, ex vicepresidente del país y ex gobernador de Nueva York, se produjo en similares circunstancias. Dwight Eisenhower tenía en un pedestal a su esposa Mamie, lo que no impidió que mantuviera un "affair" cuando era comandante en jefe de las fuerzas aliadas con una atractiva militar. En fin, la conocida expansividad de Lyndon Johnson también se extendió al terreno extramarital.
En cualquier caso, las anécdotas más reveladoras del presidente texano, pudorosamente silenciadas en su época, denotan más bien un cierto exhibicionismo. En una ocasión, mientras pronunciaba un discurso en el Senado, se bajó los pantalones y comenzó a acomodarse ostensible y parsimoniosamente sus órganos genitales ante el estupor de sus colegas. Además, Johnson experimentaba particular satisfacción en atender a sus asesores sentado en el inodoro.
Algo cambió en los años setenta. En la primavera de 1976, se descubrió que un "peso pesado" del Congreso, Wayne Hays, mantenía en nómina a una secretaria de neumáticas formas, Elizabeth Ray, que no sabía cómo funcionaba la máquina de escribir, pero que sí era aparentemente experta en la manipulación de otros instrumentos. El problema de Hays era su carácter despótico y dictatorial, por lo que su caída en desgracia --llevaba casi 30 años en el Congreso-- no fue llorada por casi nadie. Ya en los años ochenta, un atractivo senador por Colorado que se perfilaba como indiscutible favorito para la nominación demócrata en las elecciones de 1988. Los rumores de que Gary Hart era un mujeriego lo habían acompañado a lo largo de toda su carrera política, pero nadie le había podido probar nada. Se había separado temporalmente un par de veces de su esposa, Lee, pero, oficialmente, seguía casado con ella. Probablemente, su error fue la arrogancia cuando, harto de tener que referirse a rumores, retó a la prensa a que le espiaran: "Síganme, no me preocupa, soy serio, si alguien me quiere espiar, adelante; se van a aburrir mucho".
Fueron palabras fatídicas, porque el periodista Tom Fiedler del "Miami Herald" hizo exactamente eso y no le costó mucho encontrar a Hart saliendo de su apartamento de Washington acompañado por una reina de belleza y aspirante a actriz, Donna Rice. Las fotos de Rice sobre las rodillas del senador en la cubierta de un yate que se llamaba "Monkey Business" (Negocio de monos), fueron el fin de la campaña de Gary Hart.
A 34 años de la muerte de Kennedy se ha vuelto al punto de partida. Bill Clinton es como Jack Kennedy, pero entre uno y otro se ha quebrado una serie de valores e ideas que estuvieron por encima de las políticas. Su testamento más claro lo escribió Norman Mailer en 1965 bajo el título de "Un sueño americano". El derrumbe de ese sueño tiene como equivalente histórico la caída ideológica del comunismo y de las grandes utopías que disputaban entre sí el futuro del mundo: pasaron a la sublimación o a la vileza, al desgaste o a la nada.
Los adulterios de John F. Kennedy inauguraron los nuevos tiempos de acecho a las alcobas, pero al lado de JFK ocultando eficazmente sus enredos sexuales, la imagen de Bill Clinton correteando por la Casa Blanca con los pantalones a media asta resulta cuanto menos patética.
Kennedy transformó la cara de Washington incorporando la familia a la Casa Blanca en una época en que la intimidad de las alcobas aún se respetaba. Clinton pasará a la historia como el presidente que fusionó la cultura oficial con la cultura de masas: es el protagonista de una telenovela global que, además que condimentar la vida pública estadunidense, convierte el escándalo sexual en la máxima expresión del escándalo político.
RECUADRO 1:
Cuando Robert de Niro y Dustin Hoffman rodaban "Wag the dog" nadie imaginaba que la realidad iba a copiar el disparatado guión de David Mamet hasta convertirlo en una caricatura. El guión de la película --que sería oportunista si no estuviera escrito desde hace meses-- plantea que el presidente de Estados Unidos tiene una sucesión de líos de `polleras que culminan en un escándalo mayúsculo: cuando una joven despampanante que visita ka Casa Blanca se encuentra con el presidente y este le hace una propuesta deshonesta.
La acción comienza ya en la "sala de situación", el cuartel general de los asesores más próximos al presidente, donde se trata de evitar que el escándalo llegue a la prensa antes de las elecciones. Nadie se pregunta si la acusación de la joven es cierta o no: todas los esfuerzos se dirigen a elaborar una estrategia que evite la derrota en los comicios. Robert de Niro encarna a un eficaz mago electoral profesional, un mercenario del voto, que se encargará de la joven despampanante, interpretada por Anne Heche.
De Niro comprende que necesitan una guerra "corta y de gran intensidad" que haga olvidar a la ciudadanía los deslices del presidente hasta después de la elección. Eligen Albania "¿Por qué Albania? --pregunta la asesora presidencial-- ¿Por qué no? --responde De Niro-- Nunca han hecho nada por nosotros."
El asesor electoral busca un productor de cine --Dustin Hoffman-- para simular una invasión virtual de Albania después de una forzada crisis nuclear: todo sucederá en las pantallas de la CNN sin que realmente suceda nada.
RECUADRO 2
(Por W.G.) Dos grandes diarios, The New York Times y The Washington Post, han publicado diversos artículos de autocrítica por el modo en que los medios de comunicación de EE UU están cubriendo el escándalo de Monica Lewinsky. Fuentes anónimas citadas en páginas de chimentos de Internet o por cadenas de televisión se han convertido en muchas ocasiones en la base de supuestas revelaciones.
«La presión de la competencia sobre los medios es tan brutal que muchos publican acusaciones que hasta hace una semana no se hubieran atrevido a imprimir», escribe Howard Kurtz en The Washington Post. Uno de esos medios, reconoce Kurtz, es su propio diario, que ha publicado como noticias lo que no son sino rumores.
En efecto, uno de los días más negros para la prensa, fue aquél en que los medios de comunicación tuvieron que retractarse de historias tan sórdidas como la de la presunta mancha de semen en el vestido, el mirón de los servicios secretos y los casos del presidente y su sexo por teléfono.
El sexgate ha rebasado las reglas que el director del Washington Post, Brn Bradlee imponía en la época de Watergate a sus reporteros Carl Bernstein y Bob Woodward. «La obligación de confirmar una información al menos en dos fuentes ya no es de rigor», dice Larry Sabato, profesor de periodismo de la Universidad de Virginia. «El rumor y la especulación son ahora material utilizable».
Nadie puede poner las manos en el fuego y decir que las cintas con las confidencias de Monica Lewinsky grabadas clandestinamente por Linda Trippesas cintas no contienen alguna o mucha fantasía. «Si la historia se desinfla o es falsa, la credibilidad de los medios sufrirá una derrota histórica», dice James Fallows, director de US News & World Report.
«El mercado», escribe Janny Scott en The New York Times, «se ha transformado por el ascenso de Internet y de las cadenas televisivas de información continua». Hillary Clinton lo llama «la loca voracidad» de los medios. Pero, como ya ocurrió con la muerte de Diana, esa voracidad se corresponde a la del público.
Las ventas de los diarios se han incrementado en un 20% en los últimos días, según datos de USA Today. Y la audiencia de las informativos de la televisión, entre un 30% y un 40%. La cobertura televisiva está bajando ahora no tanto porque lo haya hecho el escándalo o porque las cadenas hayan decidido repentinamente tomar otra dirección en casta reacción a la irritación del público por sus excesos, sino simplemente porque por el momento no hay más sexo con que alimentarla.
Revista La Nación, Argentina
Mar 17, 1998 -