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FEDERICO LUPPI

"Soy una especie de inválido: no sé hacer plata"

Es uno de los actores más reconocidos del país, capaz de actuaciones inolvidables como las de Tiempo de revancha o Martín Hache. Sin embargo, su vocación era otra: quería ser dibujante de historietas. Mientras estudiaba se topó con el oficio del que ama todo “menos la industria de los chismes”. Luego del rodaje de Rosarigasinos, habla de la democracia, el teatro y el dinero

Por Walter Goobar
La profesión de actor –dijo Borges– consiste en fingir que se es otro ante una audiencia que finge creerlo. Fuera del escenario, Federico Luppi no finge: confiesa que hubiera preferido ser otro y que no dudaría en renunciar a la actuación si pudiera retomar su verdadera vocación. Porque este actor –uno de los más reconocidos del país, al que se verá en diez días en Las huellas borradas, el que acaba de concluir el rodaje de Rosarigasinos y cuyo nombre suena insistentemente para encarnar a Don Quijote en una película española– no quería dedicarse a fingir otros destinos: quería ser dibujante de historietas.
Sentado en el escritorio de su departamento de Belgrano, Luppi no deja de parecerse mucho a esos personajes apasionados que compuso en El arreglo, Un lugar en el mundo o Martín Hache, sobre todo cuando exhibe su indignación frente a lo que llama “este mundo del guantazo, desorejado e infame, del capitalismo globalizado”. Se exalta: “No hay estamento privado que no te afane: autopistas, cable, prepaga, telefónicas. Por un motivo o por otro, te esquilman permanentemente”. Trae el mate y desmonta por un rato de la bronca cuando vuelve sobre sus orígenes.
–¿Todavía se le da por dibujar?
–No, ahora no... Es extraño, pero me gustaría estar todo el día haciendo dibujos, monitos o caricaturas, pero la confrontación de la línea en el papel me da mucha bronca.
–¿Por qué, si quería ser dibujante, terminó sobre un escenario?
–Como mi vocación real –la auténtica, la que todavía hoy lamento no haber ejercido– era la de dibujante de historietas, fui a estudiar Bellas Artes a La Plata: me habían dicho que la formación académica era muy importante para incorporar de manera orgánica los volúmenes y los espacios. Pero una chica que conocí en Bellas Artes, ligada a un grupo de teatro, me llevó a ver un ensayo y me quedé enganchado con esa cuestión poco racional de que tipos adultos jueguen a cosas de chicos...
–¿Su carrera de actor no compensó la frustración de renunciar al dibujo?
–No es eso... Pero el trabajo del dibujante tiene algo fascinante: la soledad del estudio. Puede andar en alpargatas, con la barba crecida, tomando mate y sin bañarse, haciendo los monitos, borrando, entintando el dibujo...
–¿Lo atrae la soledad?
–Mucho. No esa suerte de tendencia a la contemplación, pero sí esa soledad elegida en el sentido creativo del silencio, del tiempo para uno...
La palabra creatividad queda resonando en el pequeño estudio tapizado de libros y fotos. A un costado del escritorio se destaca un atril que usa para estudiar los libretos. Cuando se intenta profundizar en la historia de esa mujer que le hizo cambiar el lápiz por las tablas, Luppi demuestra que el dominio de la escena se basa en el manejo de los silencios.
“No fue una novia ni una amante. Fue una amiga que me invitó a ver un ensayo.”
–Pero le cambió la vida...
–Sí. Y sigue inamovible en mi memoria porque por ella cambié el curso de mi vida. Sé que está casada, que tiene dos hijos...
–Si no fue una cuestión erótica, ¿qué le hizo clic cuando ella lo llevó a ese ensayo?
–Creo que uno se la pasa buscando un cierto tipo de identidad, una suerte de espesor afectivo, algo que destaque que uno está en el mundo... y creo que la luz, el escenario, el colocar afuera vidas de otros (ideadas y escritas por otros) me produjo una fuerte incitación: lo hago; total, no soy yo. Después comprendí que este oficio era muy duro, muy peligroso, muy complejo... Aprendí que la durabilidad de la exposición depende de la mirada del otro y que eso te hace agónicamente dependiente.
–¿Le resulta una carga?
–No, pero con el tiempo la dependencia se hace un poco oprobiosa. Por un lado, uno se transforma en un adicto; por otro, necesita estar ahí porque en este oficio, a cierta altura, no se puede cambiar. Siempre se habla de este ambiente como si fuera un prisma lleno de colores y de luces propias de otros ámbitos, pero en países como éste la cultura fue siempre la prima renga de la familia, pendiente de los vaivenes caprichosos de la política. Yo quisiera trabajar en lo que me gusta y evitar la industria subsidiaria y degradante de este oficio: las revistas, los chismes. Curiosamente, esa es la parte que más vende y que menos deja. Si lo hubiera sabido a los 18, no me metía en esto.
Cuando habla sobre su voluntad de mantenerse al margen, Luppi vuelve a parecerse a sus personajes apasionados: “Intento estar fuera de la cosa farandulera. Ese tipo de exhibición cae en un contexto general de menefreguismo, de calzonerío, de puterío –se enoja–, de un reventado o una reventada con show televisivo que te enseñan cómo es la vida. No pretendo ser Santo Tomás, pero a veces me pregunto por qué tengo que estar ahí”.
–¿Se puede estar fuera del circuito de los talk-shows y los programas de chimentos?
–Yo trato. No lo hago por mantener la virginidad a toda costa, como las novias de pueblo, sino porque me aburren, porque no sé qué decirles, porque no me resulta ser gracioso frente a la tontería y la estupidez. Una cosa es que alguien sea frívolo o superficial: está bien, tampoco la vida es pura tragedia. Pero otra cosa es preconizar valores del fascistaje de la peor calaña: la descalificación, la calumnia disfrazada, el uso de la vedette (de su sexo o su exuberancia) para convertirla en un chancho de exposición, la incapacidad de ser solidarios o fraternos... Como el negocio consiste en meter el dedo en la mugre, esa corte de ideólogos tontos alimenta la degradación de la vida comunitaria. Yo combato eso como combato a un fascista o a un torturador.
–¿Cómo convive con la nueva generación de actores que sólo conocen el mundo de la farándula?
–Hay una parte que está agarrada al extremo de mierda del bastón y otra que no. Hay muchos actores jóvenes bien formados, un poco por las escuelas de teatro que proliferaron y otro poco porque tienen una visión menos dependiente, más libre sobre el cuerpo, el sexo, la pareja... Como le dan un valor importante y bastante sensato al aquí y ahora, están menos obsesionados por el futuro, como nos pasó a nosotros. Hay gente joven que está haciendo cosas muy buenas, inclusive en un mundo tan complejo como la televisión.
Luppi admite que la idea de cambiar de rumbo profesional es sólo una fantasía. Cada vez que lo pensó seriamente, no supo cómo hacerlo: “Podría poner una escuela de teatro, pero como carezco de capacidad didáctica no sería un buen profesor –dice–. No sé qué haría. Pertenezco a la corriente numerosa de tipos que no saben cómo hacer guita. No lo digo como una virtud: eso no es bueno. En este mundo, tal como están planteadas las cosas, no saber dónde está la guita y cómo ir a sacarla implica ser una especie de inválido”.
–¿Cómo ve el reciente cambio de gobierno?
–¿Qué cambio de gobierno? Si tuvimos diez años de Menem, no fue solamente por las virtudes menemistas de Menem: fue porque alguien pactó con un enemigo que dijo “yo te voy a dar la Magistratura y más tipos de la Corte Suprema” y después nada se cumplió. Después nos vendieron el país. Yo no quería una Argentina convertida en un campo de negocios, donde el que tiene la guita depreda, corrompe, mata... No olvidemos que en este país, por algunos negocios importantes –el oro, la aduana, los aeropuertos o el lavado de dinero– murió gente. La democracia trajo momentos de pensamiento bastante laxos, y esa laxitud me permitió comprender cuántas cagadas trae la democracia: aprender a convivir con el chanta, el chorro, el torturador, el asesino; aguantar al político que te miente, te roba, te engaña, entrega el país. Tenés que compaginar diferentes discursos y, encima, hacer buena letra para no estar contra la democracia.
–Usted militó. ¿Nunca se planteó ser político?
–No.
–¿Por qué?
–Creo que no tendría la dimensión que yo exijo a un estadista. Mi inclusión en política no agregaría nada.
–¿Y hacer de sus opiniones monólogos políticos para subir al escenario?
–Sí... Pero la categoría política no se expresa únicamente en términos políticos: en el teatro la categoría política es más eficaz cuando se la exhibe en el comportamiento de los personajes... Si no, sería una simple bajada de línea, una expresión partidista o sectaria, o la simple prolongación caprichosa de la opinión del autor. En la Argentina tenemos un ejemplo maravilloso de un escritor político por excelencia: Roberto Cossa. Todas sus obras –con su sutileza costumbrista– hablan siempre de este hombre político de la vida urbana.
Luppi se apasiona hablando de Shakesperare, de Chéjov, de Dostoievsky, de Gogol: la novela rusa –dice– es la que más buceó en los conflictos de un país. “Son autores que manejan un psicologismo de una complejidad aterradora. Eran tan artistas que no podían sino escribir obras eminentemente políticas.”
–¿Qué directores le interesan?
–Me siento cómodo con cualquiera que dirija, que se haga responsable de saber por qué y para qué quiere contar algo. Un tipo que dirige bien hace buenas películas y consigue buenas actuaciones. Ahora hay mucha gente joven que intenta un cine menos convencional, con aportes artísticos serios. Más allá de la imperfección de la factura, Pizza birra faso me conmovió mucho: tenía tres o cuatro momentos de una mirada aguda, seria y profunda de un artista. Pablo Trapero hará una o dos películas malas, pero ahí hay un artista.
–¿Quiénes son sus referentes?
–Crecí viendo a tipos como Michelle Morgan o Jean Gabin, que hacían un cine profundo, relacionado con lo que sucedía en ese mundo de la preguerra en Europa. También me apasiona el cine norteamericano posterior a la Segunda Guerra: ahí había tipos como John Cassavettes o el primer Stanley Kubrick, que hablaban del sentido perverso de la guerra y del poder. Es muy difícil congelar un pasado que se nutre de tantos tramos: en la actuación, en el teatro, la influencia empieza en Atenas.
–Pero en este cuarto la foto que más se destaca es la de Lawrence Olivier.
–Este tipo cambió el mundo del teatro inglés. Hay un Shakespeare antes y otro después de Olivier: él cambió el viejo recitativo inglés por una forma de expresión viva, tangible, muy material. Además, luchó duramente desde muy joven: su primera maestra le dijo que tenía una profunda debilidad en los ojos, lo castigaron mucho con la voz. Hizo enormes esfuerzos para mejorar. Antes de hacer Otelo en cine, trabajó la voz dos años seguidos. Olivier es un ejemplo de entrega y respeto por un factor del teatro que muchas veces olvidamos los actores, como lo olvida el gobernante: el público, la gente, el otro.
–¿Usted trabajó mucho o las cosas le fueron dadas?
–Yo no tengo nada. No soy un actor dotado de nada. Lo poco que hice bien fue porque trabajé mucho.
Revista Veintitrés
ID nota: 1904
Numero edicion: 83      02/00/2000
 

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