Conducido por Magdalena Ruiz Guiñazú, con coproducción de Walter Goobar y Silvia Di Florio, el documental recupera metros de película y de memoria cultural prohibidos por la censura.
ANIBAL M. VINELLI
Esto pasó. Fue en 1976, era de mañana. En el mostrador, Miguel Paulino Tato embalaba unos afiches, lo cual no hubiese tenido nada de raro para el zar de la censura argentina. Pero ocurre que el lugar no era el Ente de Calificación Cinematográfica sino el hall de ingreso a la distribuidora Columbia/Fox. Allí Tato agasajaba a sus amigos exhibiéndoles Emmanuelle, que ya llevaba 2 años prohibida para el resto del país y lo seguiría estando hasta 1988. Aunque para entonces no había argentino viajero de la Plata Dulce que no la hubiera visto o, de yapa, traído una copia de video para los aborígenes.Tanto la doble moral como el absurdo fueron una constante de aquellos años terribles, que en todo caso no innovaron, ya que las tijeras siempre estuvieron activas. Pero la segunda mitad de la década del 70 alcanzó abismos inigualables: entre 1974 y 1978 se prohibieron 374 filmes y mutilaron otros cientos. Y no es casual que en los dos últimos años del gobierno peronista y los dos primeros del Proceso, ambos conservaran a Tato como jefe del Ente mientras millares de compatriotas perdían sus empleos o sufrían destinos peores.En cualquier caso, una actitud de tamaños efectos represores no puede achacarse a un solo hombre, aunque Tato fuese el rostro más visible y uno muy feliz por lo que hacía. Porque aquel hombre, que detestaba los filmes de vampiros y de artes marciales, procedía con la bendición de altos mandos y la colaboración de instituciones que se presentaban como modelos de la decencia y el orden.Como en la Alemania de otrora, donde la corte parda competía por demostrar quién era más nazi, esta gente hundió varios escalones el criterio estético de los argentinos, pero a su vez tropezando con los propios parámetros de lo permisible, emborrachándose con el poder de negar a otros lo que a ellos no les dañaba.Claro, se empieza tijereteando los fotogramas de un seno y se termina desterrando el resto del cuerpo. Y los discursos gremiales y políticos que afecten a los amigos y, por fin, hasta la sospecha de los mismos. Así, por un acto de magia muy negra, de las pantallas argentinas se esfumaban Karl Marx y Louis Malle, Ingmar Bergman y el Partido Comunista Italiano, el sexo y las formas, Evita, los astronautas y los veteranos de Vietnam.¿Demasiado? No, apenas unos botones referenciales para un conjunto del horror.Pretty Baby (1978), de Louis Malle, con Brooke Shields como la niña prostituida por su madre, Susan Sarandon, llegó a los cines locales en 1984. Y de la ganadora de Oscar, Regreso sin gloria (1978), con Jane Fonda y Jon Voight, se tajearon escenas a diestra y siniestra.En aquel mismo y terrible año, una comedia, Colegio de animales -en el Ente decían que podía estimular la rebelión estudiantil-, era demorada y cortada en los desnudos. Algo similar sucedió, sin que casi nadie se diese cuenta, con All That Jazz (1979), de Bob Fosse, aligerada en las secuencias de poca o ninguna ropa de Sandahl Berman y Debrah Geffner.¿Cómo? ¿Censuraban musicales y películas cómicas? Decía Al Jonson: Y todavía no han escuchado nada.En Cuerpos ardientes (1981), de Lawrence Kasdan, varias secuencias de Kathleen Turner en paños menores -o con ninguno- desaparecieron. Y a De la vida de las marionetas (1980), de Bergman, le rebanaron 14 de sus 104 minutos.La más incontrolable de las pesadillas es la estupidez. La Argentina no vio la estupenda Los elegidos/Elegidos para la gloria (1983), de Philip Kaufman, porque se supuso -delicadeza mal entendida- que esta poética odisea de la carrera espacial norteamericana podía ser mal recibida luego de la derrota de Malvinas. Portero de noche (1974), de Lilliana Cavani, que por puro azar reflejaba, sí, una realidad similar a otras de nuestra propia tragedia, tardó 9 años en aterrizar por estas playas. a la si se quiere inofensiva Furia de titanes (1981), una ingenua fábula americanizada de las aventuras de Perseo, le arrancaron desnudos parciales de Judie Bowker y Viola Taylor. A El trío infernal (1974), de Francis Girod, tuvieron que agregarle una leyenda final para explicar lo que había quedado. Y con Vestida para matar (1980), de Brian de Palma, cometieron uno de sus peores estropicios, quizá siguiendo los pasos del propio director, que en los EE.UU. le sacó 3 minutos para evitar una calificación X que la hubiera relegado al circuito porno. De esos 105 minutos, las reducciones en desnudos de Nancy Allen y Victoria Lynn Johnson la llevaron a 100 en algunos cines de Buenos Aires y a 91 en otros. ¿La moral del Barrio Norte es distinta a la del Centro? Inescrutables son los pensamientos del censor.El público argentino de la época cayó en el desconcierto ante dos filmes. Quizá nunca entendió a Popeye (1980), de Robert Altman, que de 114 minutos bajó a 94 para tornarla más infantil, una característica acentuada por el insoportable doblaje al castellano. Todo lo cual marcaba los esfuerzos combinados del Ente y de la distribuidora: este sector del negocio, al menos en algunos de sus representantes, tuvo una gran parte de responsabilidad en lo que sucedió. Porque entre estrenar aberraciones fílmicas y no estrenar nada... Sigamos adelante con el negocio y miremos para otro lado.La terraza (1980), de Ettore Scola, duraba 125 minutos en Italia. En la Semana de Preestrenos organizada por la Asociación de Cronistas se vieron unos módicos 88. Y como la mano venía mal para un Proceso que se iba, en su estreno de enero de 1982 se pegaron muchos de los cortes para una copia que quedó en 105. En una desaparecía casi el personaje de Serge Reggiani y en ambas un discurso de Vittorio Gassman ante el Partido Comunista...La anécdota predilecta de quien esto escribe -si es que se puede hablar de predilecciones en materia tan desagradable- es Superman II (1980), de Richard Lester. Ahora bien: ¿qué podía haber de censurable en las aventuras del Hombre de Acero? Pues el musical de Broadway, Evita, que el protagonista mostraba al cargar sobre sus hombros un ómnibus con un afiche promocional de la obra de Andrew Lloyd-Webber. Eso lo cortaron.racias a la acción expeditiva e inolvidable del director del Instituto, Manuel Antín, y el interventor del Ente, Jorge Miguel Couselo, bajo la gestión de Raúl Alfonsín, el Ente fue disuelto y su lugar ocupado por las Comisiones Calificadoras. Que sin ser perfectas y aun incompletas (los representantes de los cultos se niegan a integrarse), ni cortan ni prohíben.Pero a mantener el ojo avizor, porque los censores, como los idus de marzo, todavía no pasaron, y bajo distintos nombres, acechando en lugares oscuros, aún presionan y molestan. Ojalá no vuelvan nunca.
Clarín
04.08.1999