Sebastiao Salgado pasó dos décadas retratando el sufrimiento humano con conmovedora fidelidad. Su tema son los olvidados, los perseguidos, los expulsados. Ahora llega a la Argentina una megamuestra sobre el drama de la emigración. Pero no todas son rosas para el artista brasileño, lo acusan de convertir en estereotipos a sus personajes y por estetizar el horror.
Por Walter Goobar
Comenzó a disparar su cámara casi por casualidad, pero con el tiempo se convirtió en uno de los mejores fotógrafos del mundo. Para su último trabajo, el brasileño Sebastiao Salgado convivió durante siete años con refugiados de casi 40 países para retratar “esa parte del planeta que se quedó en el pasado”. Las 350 fotos que se exhibirán a partir del 13 de noviembre en la muestra organizada por la Fundación Proa (Av. Pedro de Mendoza 1929), abarcan el instinto de supervivencia de los emigrantes y refugiados, la tragedia de Africa, el éxodo del campo y el caos en las ciudades de América latina. Al decir de Eduardo Galeano, esta vez Salgado emprendió un viaje en el que halló más náufragos que navegantes.
En cada uno de sus reportajes la cámara de Salgado se mueve en la oscuridad de la miseria, buscando y cazando el más mínimo destello de luz. De esa manera revela lo que no se ve, o lo que se ve pero no se nota: el fotógrafo les pone rostros, gestos y lágrimas a las estadísticas de los organismos internacionales que vaticinan que en diez años cien millones de personas serán forzadas a emigrar. La ONU estima que en el futuro inmediato unos setenta países serán expulsivos de su población.
Desde los años setenta, Salgado ha registrado, entre otros fenómenos, las condiciones de vida de los habitantes de la periferia parisiense, la resistencia cultural de los indios y sus descendientes en América latina, los efectos de la sequía en el norte de África, las caravanas del odio en los Balcanes, el exilio palestino y la esclavitud de la mujer en Afganistán.Para tamaña tarea, Salgado se valió sólo de unas pocas herramientas: la cámara Leica, la brújula en la muñeca y el fotómetro.
Salgado accedió a la fotografía de manera tardía y fortuita. Fue una suerte de migración personal, profesional e ideológica semejante a la que ahora retrata con su cámara. Estudió economía porque durante el gobierno de Juscelino Kubitschek, Brasil vivió el primer espejismo de modernidad: “Se creía que la economía era todo, que el manejo de la economía iba a permitir el acceso al poder de la clase proletaria”. Cuando se graduó se trasladó a París para trabajar en una tesis sobre la superproducción mundial del café, que nunca llegó a publicar. Luego se fue a Londres para convertirse en funcionario de la Organización Internacional del Café. Hasta los 29 años, Salgado jamás había tocado una cámara y descubrió la fotografía por pura casualidad: su mujer, Leila, que es arquitecta y ahora se ocupa de la realización de las muestras, compró en 1970 una para fotografiar edificios. Aún hoy recuerda que al ver la cámara pensó: “Mierda, aquí hay algo”, pero la comodidad y el sueldo del funcionario pudieron más.
Finalmente, en 1973 decidió ser honesto con él mismo y abandonó todo para convertirse en fotógrafo free lance. Salgado se desempeñó como reportero gráfico en las principales agencias del mundo: Sygma, Gamma y Magnum. Uno de sus trabajos más destacados es el ensayo Trabajadores, que comenzó en 1984 y concluyó en 1993. Allí quedaron registradas las huellas de la degradación del mundo laboral en la era posindustrial.
Pese a su franqueza brutal, las fotografías de Salgado no violan el alma humana, sino que la penetran para revelarla. No son viajes obscenos y macabros a los reinos de la miseria, sino que rescatan la esencia de aquellos que han sido despojados de todo, pero conservan la dignidad. “No soy yo quien toma la fotografía en un cien por ciento. Más bien creo que me la ofrecen las personas que capto, por eso no creo en el fotógrafo que llega como una mariposa, se posa y se va de la misma manera que viene...”, dice Salgado.
Como todo gran aventurero, Salgado tiene un refugio seguro. Su hogar de París, con su esposa Leila y Julián y Rodrigo, sus dos hijos. Rodrigo, el menor, padece el síndrome de Down. La primera vez que Rodrigo fue solo al colegio, Salgado lo siguió en secreto. Quizá buscaba, al igual que en Bangladesh o en el Amazonas, la imagen de su triunfo íntimo.
Salgado tardó 7 años en realizar su última investigación “para contar en imágenes la gran saga de la reorganización de la familia humana a fines del siglo XX”, como él mismo escribió: “Mi esperanza con este trabajo es que, en tanto que individuos, grupos, sociedades, nos detengamos a reflexionar sobre la condición humana, teniendo en cuenta que las ideologías dominantes del siglo XX, comunismo y capitalismo, han fracasado estrepitosamente.”
Galeano lo definió como “un artista: un hombre que ve y viendo nos ayuda a ver”. Salgado se resiste a ser considerado como artista y ni siquiera se define como fotógrafo: “Soy periodista. Si hay quien considera que mis fotos son obras de arte, no es asunto mío. Mi problema es vivir en paz con mi conciencia. Y no es fácil”, dice.
Opinión
un mecanismo perverso
Por Ariel Authier*
Sebastiao Salgado parece encarnar a la perfección la noción romántica del fotógrafo-artista que tan sólo con su credencial de prensa y su cámara Leica viaja por el mundo en busca de nuevas imágenes. A pesar de proclamarse como seguidor de la línea de los “fotógrafos comprometidos” sus imágenes resultan calculadamente cálidas, no poseen ni la emoción que podían tener los retratos de niños trabajando de Lewis Hine o el compromiso afectivo de un Eugene Smith, ni la objetividad analítica de Walker Evans o August Sander.
Salgado parece ser presa de algo acerca de lo cual ya advertían esos documentalistas de las primeras décadas del siglo, cuando reclamaban no convertir en estereotipos a las personas fotografiadas, no envolverlas con un halo de significancia espiritualista. A Salgado le interesa la Historia con mayúsculas y no las pequeñas historias particulares. Se convierte en una especie de profeta echando luz a la oscuridad, con imágenes casi épicas de fortísimos contrastes tonales, donde todos los detalles tan exageradamente cuidados hacen pensar mucho más en la destreza del artista que en el sufrimiento de las personas retratadas.
En su intento por escapar de la estética del horror, las fotografías de Salgado terminan embelleciendo lo insoportable, nos muestran un horror estetizado y poco, muy poco nos dicen de sus mecanismos, de la perversidad de su funcionamiento.
*Editor de Fotografía
Revista Veintitrés
ID nota: 5387
Numero edicion: 121 02/02/2000