En 1968 se estrenó 2001: Odisea del espacio. El mundo que inventó no es tan lejano del actual: comunicaciones baratas, Internet, invasión de la privacidad, máquinas que juegan al ajedrez, fin de la Guerra Fría. Cómo nos veían hace más de treinta años.
Por Walter Goobar
Para la historia del cine y la cultura popular, el año 2001 empezó el 6 de abril de 1968, cuando el director Stanley Kubrick –tras cortar 19 minutos en el último momento– estrenó en Nueva York la versión definitiva de 2001: Odisea del espacio. “Es una película con la que todavía disfruto. Cada vez que escucho esa obertura se me erizan los pelos”, dice sir Arthur Clarke, autor del libro que marcó un antes y un después en la historia del cine de ciencia ficción. Sin 2001, sin sus naves espaciales, sin su rigor científico, no se hubieran producido después películas como La guerra de las galaxias, Viaje a las estrellas, Blade Runner o Matrix. Casi 33 años después del estreno, gran parte de las previsiones de la película se han cumplido. Clarke, que durante la década de los 40 desarrolló la teoría fundamental para los satélites de comunicaciones (por lo que fue nominado para el Nobel) y que en 1948 anticipó el primer alunizaje del hombre, es el indiscutible visionario de la era espacial: fue el primero en predecir el uso de naves espaciales reutilizables, el efecto 2000, la revolución en las comunicaciones y la proliferación del teléfono móvil, el fin de la Guerra Fría, Internet, la realidad virtual. Rodada con asesoramiento de la NASA, 2001 mostraba las últimas innovaciones de la carrera espacial, como el velcro que la azafata de la nave lunar llevaba en los zapatos. Tres décadas más tarde el velcro y muchos otros inventos surgidos del espacio, como el teflón, el polar y los pañales descartables, son de uso diario.
“La cronología en 2001 va algo a la deriva”, confiesa Clarke al Sunday Telegraph en un reciente e inusual reportaje. Postrado en una silla de ruedas debido a una poliomielitis que lo afectó en 1962, casi nunca concede entrevistas: “Pensé que ya estaríamos establecidos firmemente en la Luna. Hemos descubierto más sobre el sistema solar de lo que yo pensaba, pero no ha habido tanta exploración humana como hubiera deseado”.
Dos mil uno empieza hace cuatro millones de años, en una sabana aplastada por el sol y con un silencio total. Tan total que algunos canales de televisión añaden un subtítulo advirtiendo que “su televisor no está dañado, esta película es así.” Cuando al cabo de unos minutos llega el sonido, no son palabras: son gruñidos. Pacíficos homínidos pueblan una Tierra desolada, tocan deslumbrados un monolito azabache, macizo y opaco y, al poco, uno de ellos asesina a un semejante. Los antropoides veneran el monolito y aprenden de él a transformar un hueso en herramienta y luego en arma homicida.
El personaje más importante de la película es la computadora HAL 9000, que en un evidente proceso de humanización empieza a asesinar a los astronautas de la tripulación. Su objetivo: salvarse de la desconexión que planean para ella los astronautas tras percatarse de que presenta tics humanos.
En la escena en que la supercomputadora HAL espía a los astronautas Bowman y Poole leyéndoles los labios, Kubrik y Clarke plantean que hay un conflicto entre tecnología e intimidad. La historia les ha dado la razón, como muestran las cámaras de vigilancia en las calles, las leyes que permiten revisar el correo electrónico de los empleados y el sistema Carnivore, creado por el FBI para revisar e-mails; la misteriosa red de espionaje electrónico Echelon. Pero además, cualquier operación en la red deja rastro y los “cookies” (galletas) –unos miniarchivos que se instalan en las computadoras al entrar en determinadas web– almacenan la información sobre los lugares que hemos visitado en Internet y luego pueden ser leídas por terceros.
Cuando el astronauta Bowman desconecta a HAL, la supercomputadora expresa miedo a morir y nostalgia por experiencias pasadas. Por ahora esto sólo ocurre en la ciencia ficción: lo más parecido a una computadora con emociones que se ha creado es el perro Aibo, comercializado por Sony, un autómata capaz de mostrar tristeza o alegría.
“No cabe duda de que HAL es factible actualmente. Hemos avanzado mucho por el camino de la inteligencia artificial. Es probable que para el año 2020 existan máquinas por lo menos tan inteligentes como el hombre”, afirma Clarke al Telegraph. “Algunos opinan que no serán capaces de desarrollar una conciencia o un sentido de los valores morales, sin embargo, no estoy tan seguro. Me gusta citar a Marvin Minsky: ‘¿Puede pensar una máquina? Yo soy una máquina y pienso’. ”.
El duelo entre el hombre y la máquina fue planteado por Clarke con la metáfora de un partido de ajedrez. Ganó la máquina anticipándose a lo que pasaría muchos años después, en 1997, cuando Deep Blue –un HAL de bolsillo–se impuso al campeón Gary Kasparov. En la primera tanda de partidas, celebradas en 1996, Kasparov venció a la máquina con una cualidad que no tenía la máquina: la astucia. La portentosa capacidad de Deep Blue, que podía calcular hasta 200 millones de jugadas por segundo, quedó derrotada por la de un cerebro humano que apenas pasa de las tres jugadas por segundo. “Sólo con fuerza de cálculo bruta, la máquina no podrá ganar nunca al hombre”, dijeron algunos expertos; “la máquina no es intuitiva, no tiene sexto sentido”, dijeron otros. Un año después todos estos argumentos se desmoronaron.
La película anticipa algunas de las claves de lo que está sucediendo hoy en el terreno de las telecomunicaciones. El protagonista se encuentra en una estación espacial y debe llamar a su hija. Se dirige a una cabina donde puede comunicarse con voz e imagen. Cuando termina la conversación, aparece el precio de la llamada. 1,70 dólar por una llamada desde el complejo espacial a la Tierra. Quien tenga su factura telefónica a mano puede afirmar que Kubrick fue demasiado optimista, pero, cualitativamente acertó, porque mediante un precio deliberadamente bajo la película transmite la tendencia al abaratamiento de las comunicaciones. Hoy una comunicación similar vía satélite podría costar unos 20 dólares, más que en la película, pero la cifra sigue siendo baja.
Un embrión de Internet ya aparece en la novela de Arthur C. Clarke, cuando uno de sus protagonistas consulta periódicos electrónicos en el monitor de su computadora. Pero el futuro augura mucho más que eso: una convergencia de medios entre Internet, la televisión y la videoconferencia. Al final de 2001, el astronauta Bowman agoniza en un lugar ficticio, parecido a lo que hoy llamaríamos realidad virtual, un término acuñado años después pero que ya se insinuaba en la película. Aunque esta tecnología debe desarrollarse mucho para alcanzar ese nivel, hoy ya se utilizan estas técnicas para fines industriales y para diversión.
EL “VIAJE”
Tras encontrar el monolito en Júpiter, el astronauta Dave Bowman es absorbido hacia otra región del universo en un viaje en el que el espectador ya no ve la nave ni al astronauta, ni el monolito, sino sólo luces multicolores que van pasando a velocidad de vértigo, como si estuviera viajando a la velocidad de la luz. O casi. La escena se convirtió en un ícono de la cultura hippy a finales de los sesenta. En los cines de Estados Unidos se puso de moda fumar porros cuando llegaba esta escena. Se llegó a fumar tanta marihuana que la Metro-Goldwyn-Mayer incluso acuñó un nuevo eslogan aprovechando el doble sentido de “viaje”: “2001. El viaje definitivo”. Aunque la escena parezca inverosímil, el viaje a velocidades próximas a la de la luz es una posibilidad que muchos físicos y astrónomos han tomado en serio. Su conclusión es que el viaje es teóricamente posible, pero prácticamente imposible. Por ahora.
¿Nadie predijo el fin de la Guerra Fría? Sí, Kubrick y Clarke lo hicieron en 2001. En el film, rusos y estadounidenses se estrechan la mano en el espacio después de terminado el “medio siglo de Guerra Fría”. Fue una predicción correcta: las empresas norteamericanas se instalaron en Moscú poco más de 50 años después de que acabó la Guerra Mundial.
LA HIBERNACION
Cuando se filmó 2001, la hibernación parecía al alcance de la mano: los astronautas se encierran en unos sarcófagos y “duermen” durante los años que dura su viaje interplanetario. El sistema de control de la nave mantiene sus constantes vitales y puede despertarlos en el momento previsto. Para ellos, sería como si no hubiera transcurrido un segundo. Por supuesto, sin envejecer. Esta escena se ve en 2001 y la han repetido tantas películas que parece algo usual. La hibernación podría verse como la traducción científica que la era de la tecnología ha dado a la búsqueda del elixir de la eterna juventud. En los años sesenta existía el convencimiento de que estaría al alcance de la mano. Hoy se mantienen las constantes vitales de una persona en coma –pero envejece y no se controla la recuperación de la conciencia–, se congelan embriones y esperma, así como tejidos para trasplantes, pero mantener la vida humana en suspenso de manera que no se acuse el paso del tiempo es una quimera. Que se sepa, no se ha reanimado a nadie criogenizado.
El final de 2001 propone que la humanidad puede trascender por el conocimiento. Según se entiende en la novela, más que en la película, el astronauta Dave Bowman es absorbido por una forma de inteligencia que se basa no en la materia, sino en la conciencia. El cuerpo de Bowman se degrada y muere, pero sus conocimientos, percepciones y recuerdos se integran en esta inteligencia sin cuerpo que fluye por el Universo. “Estamos en una fase inicial en la evolución de la inteligencia, pero en una fase tardía en la evolución de la vida. La auténtica inteligencia no será biológica”, explicó después del estreno Arthur C. Clarke.
Cómo será el 2050, según el creador de 2001: Odisea del espacio
nuevas predicciones
Por W.G.
el creador de 2001: Odisea del espacio afirma, entre otras cosas, que en 2030 contactaremos con vida inteligente en otros planetas y admite que seis pelos de su rala cabellera han sido lanzados a bordo de un satélite: “Es cierto, mi ADN va camino de las estrellas. Así que, ¿quién sabe? Puede que sea replicado de nuevo: dentro de un millón de años, media docena de Arthur C. Clarkes flotando por las galaxias. Es bastante factible. Según la Ley de Clarke “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada resulta indistinguible de la magia”. Cuando habla del futuro, más que predicciones Clarke prefiere denominarlas extrapolaciones:
“La invención tecnológica más importante del siglo XX ha sido el microchip. El gran descubrimiento del siglo que comenzó el 1 de enero de 2001 serán las nuevas formas y fuentes de energía: fusión fría, fisión caliente, sólo Dios lo sabe. También habrá un cambio en nuestro combustible personal. Dentro de muy poco podremos sintetizar nuestros propios alimentos. Todo lo que hará falta será agua, aire y algunos elementos químicos elementales, es el final de la agricultura y de la ganadería. Esto podría ocurrir incluso durante mi propia existencia. Está claro que el impacto de la ingeniería genética será profundo y no sólo en términos de salud o de longevidad. Por ejemplo, el deporte se verá transformado. Habrá nadadores con pies palmípedos y respiradores integrados”.
Clarke no cree que lleguemos a volar pero sí que tendremos turismo espacial y enormes cúpulas sobre la Luna, donde se podrá disfrutar de unas vacaciones voladoras: “Se podrá viajar a bordo de un ascensor espacial: un teleférico de fibra de carbono hacia las estrellas. Quiero que el primero esté anclado sobre el punto más elevado de Sri Lanka, en Adam’s Peak”.
Es cauto con respecto a la vida extraterrestre: “Me conformaría con un microbio en Marte, pero hasta hoy día, nada. Dicho eso, existen 100.000 millones de soles y 100.000 millones de galaxias. Tengo la certeza al 99% de que deben de existir otras formas de vida. Me da la impresión de que para el año 2030 habremos contactado con vida inteligente de otros planetas. Puede que el primer mensaje que captemos haya tardado millones de años en llegar hasta nosotros y pertenezca a una civilización ya desaparecida”.
Revista Veintitrés
ID nota: 7720
Numero edicion: 131 02/01/2001