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EDITH VELMANS ESCRIBIÓ A LOS 13 AÑOS UN DIÁLOGO QUE REVELA, CON OJOS DE NIÑA, EL HORROR DEL NAZISMO

La otra Ana Frank


Las dos crecieron bajo la dominación nazi. Una sobrevivió al Holocausto y la otra murió en los campos de exterminio. Las historias de Edith Velmans y Ana Frank, con distinto final, se parecen por la necesidad que las llevó a confiar sus sentimientos en un diario. Los dos testimonios.

Por W.G.
La primera vez que Edith Velmans oyó hablar sobre Ana Frank fue en 1950. Acababa de dar a luz mellizas en un hospital de Amsterdam y en la cama vecina había otra madre primeriza. Se llama Miep Gies. Edith le contó a Miep cómo su madre adoptiva le había salvado la vida durante la guerra y Miep le confió que ella también había ocultado a una familia judía en su casa pero en 1944 los delataron: “Ana, la hija del señor Frank, se pasaba el día escribiendo. Siempre decía que quería ser escritora. Llevaba un diario. Cuando los nazis se los llevaron, yo lo guardé. Ahora el señor Frank, que es el único que regresó de los campos, lo hizo publicar”.
A diferencia de Ana Frank, que murió en el campo de Bergen Belsen y cuyos diarios fueron traducidos a cincuenta idiomas, Edith Velmans vivió para contarlo gracias a la protección de una familia no judía.
“El nombre de Ana Frank no significaba nada para mí en 1950, porque tantos chicos holandeses habían pasado por experiencias parecidas”, confía Edith Velmans, autora del Diario de Edith, un libro que inmediatamente fue asociado al famoso Diario de Ana Frank.
Aunque Velmans es renuente a comparar las historias que se cruzaron en aquella sala de maternidad, ella no duda en que su caso y el de Ana Frank están unidos por la urgencia y la compulsión por escribir y poner los sentimientos sobre un papel. “Yo no me reconozco en la historia de Ana –dice–, porque ella escribió encerrada en ese micromundo que era la buhardilla anexa a las oficinas de su padre en la que vivió recluida con otras ocho personas entre junio de 1942 y agosto de 1944, fecha en que fueron detenidos. Ella estaba recluida en un espacio muy pequeño y la escritura era una necesidad: ‘Espero poder confiártelo todo como aún no he podido hacer con nadie’, anota Ana en junio del ’42.”
“Ana –agrega Velmans– estaba presa con su familia. Para una chica de 14 años, vivir durante tanto tiempo hacinada con sus padres se tornó una carga explosiva que convirtió su libro en algo tan especial y tan maduro.”
“Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen. Eso no es una perspectiva demasiado halagüeña”, confía Ana Frank el 18 de septiembre de 1942.
“Yo –continúa Edith– podía salir. No estaba encerrada, pero estaba presa de otra manera: era una prisionera emocional porque tenía que esconder mi identidad”. Para ella el encierro psicológico fue igualmente brutal: “No hacemos más que dar vueltas por el salón mordiéndonos las uñas. Fuera está completamente oscuro. Todo el mundo ha tapado sus ventanas. Es como si la guerra tuviera lugar en la parte de atrás de nuestro propio jardín”, escribe Edith el 10 de mayo del ’40.
Yo estaba forzosamente separada de mis padres y lo que más deseaba era reencontrarme con ellos, mientras que Ana hubiera querido apartarse: “Me tratan de una forma poco coherente. Un día Ana es una chica seria, que sabe mucho, y al día siguiente es una burra que no sabe nada y cree haber aprendido de todo en los libros. Ya no soy el bebé ni la niña mimada que causa gracia haciendo cualquier cosa. Tengo mis propios ideales, mis ideas y planes, pero aún no sé expresarlos”, escribe Ana el 7 de noviembre del ’42.
Edith empieza su diario en septiembre de 1938: “Este libro me lo dio Omi, mi abuela, cuando se vino cargada de baúles y cajas desde Alemania para quedarse a vivir con nosotros. ¡Así que podría decirse que es parte de mi herencia!”, escribe la niña. “Entonces yo sólo quería anotar cosas lindas –dice–, anotar todo lo bueno que me estaba pasando a los 13 años.” Pronto la realidad dio un giro inesperado y en abril del ’40 Velmans apunta: “Cada mañana nos despertamos preguntándonos si todavía somos holandeses”. En mayo escribe: “Ahora somos alemanes”.
A diferencia de Ana Frank, que escribió desde su escondite, Edith pudo alimentar su diario mientras estaba en libertad: “Han arrestado a uno de los amigos de la familia. En teoría todos debemos ir a inscribirnos, no podemos aplazarlo por más tiempo, y supongo que nos pondrán una ‘j’ en la documentación. Da igual. Ocurrirá lo que tenga que ocurrir”.
Edith encontró refugio en el hogar de una familia católica de Breda y vivió casi tres años en la clandestinidad con el nombre de Nettie Schierboom. Desde su traslado se vio obligada a dejar de escribir, porque su diario podía delatarla, pero conservó las cartas que clandestinamente y por separado le enviaban sus padres. “La conservación de esas cartas fue mi primer y único acto de rebeldía”, dice.
“Es extraño lo mucho que uno puede llegar a soportar cuando le administran la desgracia en pequeñas dosis”, escribe el padre de Edith, David Van Hessen, en una carta de mayo del ’43. Tiempo después murió de cáncer. Por esas cartas, Edith se enteró de que su hermano estaba en un campo y de que su abuela y su madre habían sido trasladadas a otro.
“La urgencia por sobrevivir estaba por encima del miedo. La esperanza era lo único que me sostenía. Yo creía que mi familia sobreviviría y que volveríamos a estar juntos. Mis padres y mi familia adoptiva esperaban que resistiera y me obligué a hacerlo. En ningún caso me permitía sentir miedo”, dice Velmans y recuerda que su madre adoptiva le decía: “Cuando uno tiene miedo, se traiciona a sí mismo. Mira a los nazis con firmeza a los ojos y actúa normalmente”.
En 1944, Edith recuperó su identidad y volvió a escribir: “He olvidado todo lo que sabía, todo lo que antes me distinguía como la hija de Hilde Van Hessen. Pronto, cuando Holanda sea liberada y la gente me pregunte: ¿Y tú, qué hiciste por tu país?, tendré que responderles con orgullo: Mantener limpia la casa”.
En 1983 acompañó a Tine, su madre adoptiva, al Museo del Holocausto de Jerusalén, donde fue condecorada por su ayuda desinteresada. “Juntas caminamos frente a las placas que llevan los nombres de los campos de concentración. Tine se agachó frente al de Sobibor, donde estuvo mi madre, y preguntó: ‘Mamá de Edith, ¿hice las cosas bien?’.” [
Revista Veintitrés
ID nota: 1146
Numero edicion: 99      02/01/2000
 
 

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