Tantas veces lo mataron, como tantas resucitó. Pero esta vez parece cierto e irreversible. Al cierre de esta edición, Arafat agonizaba en un hospital francés. Su increíble y cinematográfica vida. Su influencia decisiva en Medio Oriente. La sucesión.
Por Walter Goobar
Si algo le faltaba a una vida de película era la escena final con el protagonista agonizante y sus servicios de inteligencia investigando si una dosis de veneno fue el arma letal. Esta vez parece que es cierto. Que el cuadro de salud de Yasser Arafat es irreversible. Pero hasta ayer nomás lo habían dado por muerto una y mil veces. Y ahora, aun después de su anunciada muerte, Yasser seguirá jugando al gato y al ratón con sus enemigos: su último deseo de ser enterrado en Jerusalén ha sido –sin dudas– la más astuta carta de despedida dirigida a su enemigo, el premier israelí Ariel Sharon. Este ha tomado el guante respondiendo que Arafat será enterrado en la Mukata de Ramallah, el sitio que fue su último cuartel general, pero que funcionó como prisión en la época colonial.
Se sabe dónde Arafat quiere ser enterrado pero no se sabe muy bien cuándo y dónde nació. Debió ser hacia 1929, en Gaza o Jerusalén. Muchos dicen que en El Cairo, pero él lo negó siempre. Lo único cierto es que se graduó como ingeniero civil y fue allí donde organizó la Federación de Estudiantes Palestinos, que se convertiría en la semilla de los rebeldes de Al Fatah, que se fundó formalmente en 1959. La política ya formaba parte de él cuando viajó como ingeniero a Kuwait e hizo una pequeña fortuna diseñando caminos y puentes. Su primer sueldo se lo gastó en un Chevrolet descapotable. Desde entonces Arafat emprendió una vida itinerante para evadir la sombra de muerte: en un atentado contra su vida perpetrado en Túnez, Arafat salió ileso pero murieron 74 personas y 122 resultaron heridas.
Cada vez que se le preguntaba sobre su vida privada, Arafat respondía que estaba casado con la causa palestina. Sin embargo, cuando la perspectiva de un Estado palestino se convirtió en una realidad, Arafat se casó con su secretaria, Suha Tawil, una licenciada en literatura e idiomas de la Universidad de La Sorbona, capaz de despertar odios y afectos equiparables a Eva Perón. Antes de mudarse definitivamente a París, Suha había denunciado a los “yes man” que rodeaban a Arafat y declaró que los acuerdos de paz eran “un puño de hierro recubiertos por un guante de terciopelo”. Ella nunca escondió que resultaba difícil ser la esposa de un mito: “Sí, pero estoy casada con un hombre de carne y hueso. Me enamoré de Arafat (así lo llama ella) tal y como es. Por él me convertí al Islam”.
Según su esposa, el líder palestino bailaba el tango “maravillosamente” y disfrutaba de los dibujos animados de Tom y Jerry, porque siendo Jerry el más pequeño, es siempre el que gana. Sawa (que significa “orgullo”) tiene nueve años y es la única hija biológica de Arafat. Su nacimiento, en una clínica de París, sepultó los rumores sobre su vida privada. “Bendita Suha, no se imagina la dicha que me ha brindado. Que Dios las proteja. ¿No es singular... a mi edad... una hija?”, tartamudeaba Arafat como cualquier padre novato durante una entrevista que coincidió con el nacimiento de su hija. Sawa tiene otros 38 hermanos, sobrevivientes de las masacres de Sabra y Shatila, que en 1982 fueron adoptados por Arafat. Doce de los hijos adoptivos siguen bajo la tutela del célebre padrastro. Los demás se han dispersado por todo el mundo.
Mientras vivió con su mujer y su hija en Gaza, “una de las pesadillas de Arafat era que el chofer que llevaba a su esposa y a su hija se desviara de la ruta y entrara en los barrios controlados por el grupo (integrista) Hamas. Cuando a Arafat se le ensombrecía el rostro no estaba pensando en el proceso de paz, sino en Suha y la niña”, cuenta el periodista palestino Jibril Seniora. A la menor señal de alarma, Arafat levantaba el teléfono y la maquinaria de coches blindados, antenas parabólicas, agentes con licencia para matar se ponía en pie de guerra.
A fines de agosto de 2000, Yasser Arafat estaba en el primer piso de su cuartel general en la franja de Gaza cuando sonó su celular. “Este es un consejo amistoso: salgan inmediatamente de allí”, le dijo una voz con inconfundible acento israelí. Desde su ventana, el líder palestino podía contemplar las azules aguas del Mediterráneo y la costanera. El cielo estaba despejado, pero Arafat sabía lo que se venía: la represalia israelí por el linchamiento de dos reservistas judíos en la ciudad de Ramallah.
Mientras se calzaba la cartuchera, Arafat recordó aquel fatídico día de 1982 en que los israelíes bombardearon el edificio de Beirut instantes después de que él se había retirado. Giró sobre sus talones y se dirigió a Nabil Shaat, uno de sus principales negociadores, y a sus guardaespaldas: “¿Quieren morir conmigo?”, preguntó. “Tienen derecho a irse”, agregó. Todos se quedaron.
El jefe de la seguridad de Arafat, un hombre lacónico de mirada vidriosa y manos de karateca, apodado “El Degollador”, condujo a su jefe a un búnker ubicado en el subsuelo del palacio de gobierno. Diez minutos después, una formación de helicópteros israelíes hizo saltar por los aires el cuartel general de la marina, ubicado frente a las oficinas de Arafat que quedaron intactas. Fue una de las últimas advertencias de los israelíes, que desde entonces consideraron seriamente la posibilidad de matarlo. Después de aquel ataque, Arafat trasladó su cuartel general a Ramallah, donde vivió sitiado por los israelíes.
El camino que lleva al cuartel de Arafat en Ramallah trepa desde el ruidoso centro comercial hacia los suburbios ubicados en las colinas donde viven los palestinos más adinerados. En la cima de la colina hay un giro cerrado desde donde se divisa uno de los muros del “Mukata”, el pequeño barrio de edificios interconectados donde Yasser Arafat vivió atrincherado desde hace tres años.
En abril de 2002, un sangriento atentado registrado en la ciudad de Natanya durante las Pascuas dejó un saldo de 22 muertos, y abrió la puerta para una invasión abierta. Cuando entraron a sangre y fuego los blindados hebreos ni siquiera se molestaron en romper el portón del último reducto del líder palestino. Lo aislaron, lo inmovilizaron e incomunicaron durante los últimos tres años. La necesidad de marginar a Arafat fue introducida por la extrema derecha israelí para evitar las negociaciones. Arafat, considerado el eterno sobreviviente del Medio Oriente, sólo ha podido romper el cerco para librar su última batalla contra la muerte.
Una innegable cualidad de Arafat ha sido su capacidad de convertir las derrotas en victorias. En 1982, rodeado por el ejército israelí en Beirut, no le quedaba más posibilidad que rendirse, pero decidió seguir luchando. La invasión israelí se cobró las vidas de 17.000 civiles libaneses y de dos mil palestinos que fueron masacrados en los campos de Sabra y Shatila. Aunque los palestinos perdieron, Arafat ganó: al final, buques de guerra norteamericanos escoltaron a sus guerreros fuera de Beirut inaugurando su prolongado exilio en Túnez. La sonrisa y los dedos regordetes de Arafat haciendo la V de la victoria tras cada una de sus derrotas políticas, diplomáticas o militares, han sido durante más de tres décadas los únicos símbolos que aseguraban a los palestinos que la historia terminaría haciéndoles justicia.
Durante las conversaciones de paz con el premier Ehud Barak se suponía que Arafat debía hacer conseciones en torno a Jerusalen, pero prefirió rechazar el acuerdo. Clinton lo acusó de sabotear la paz.
Es difícil encontrar algún palestino a quien Arafat resulte indiferente: o lo aman o lo odian. Sus críticos lo acusan de vanidoso, nepotista, dictatorial y despiadado, los mismos defectos que se le achacaban a David Ben Gurion, el padre del Estado hebreo. Al igual que el idealista Ben Gurion, Yasser Arafat fue –ante todo– un líder pragmático que conoció la brutalidad de la política: sabía que si los israelíes vejaban a los palestinos, el mundo comprendería. Fue y es un juego peligroso que ni los mismos israelíes terminan de entender. Por eso a Arafat nunca le preocupó demasiado que lo culparan de alentar la violencia. Todo eso lo aprendió en Beirut. Y más tarde lo empleó en Palestina. Hubo, sí, dos grandes diferencias con Ben Gurion: Arafat no supo crear instituciones estatales palestinas, y fue tolerante en extremo con la corrupción.
Después de haber sido considerado el demonio en persona, el terrorismo en carne y hueso, Arafat pasó a ser elogiado por paciente y generoso por muchos israelíes. Más tarde volvió a ser el malo de la película: el escritor Amos Oz, un pacifista ecuánime, escribió hace un tiempo en el Corriere della Sera que Arafat “no es confiable”, criticándolo por “no empeñarse en construir la sociedad palestina”. Oz coincide con Uri Dromi, ubicado en el otro extremo del arco político israelí, quien escribe que “Arafat, que está probablemente enamorado de su papel de revolucionario luchador por la libertad, parece ser reacio a ocuparse de problemas como el desempleo y la corrupción”.
“Israel nos ha declarado la guerra con sus decisiones y nosotros nos estamos preparando”, vaticinó Arafat en una entrevista con medios argentinos en 1997. En aquella oportunidad se lo veía mal y él mismo no se daba más de dos años de vida: “Todo está escrito, y los hombres somos los instrumentos de la voluntad de Alá”, dijo con tono fatalista.
Ángel ...
“Yasser Arafat es uno de los grandes líderes que aparecieron luego de la Segunda Guerra Mundial. La estatura de un líder no se determina simplemente por el tamaño de sus logros, sino también por la medida de los obstáculos que tuvo que superar. A este respecto, ningún líder de nuestra generación tuvo que enfrentar pruebas tan crueles como él. Frente a todos los que hoy lo critican, hay que decir que para Arafat la lucha armada fue simplemente un medio, nada más. No fue una ideología ni un fin en sí mismo. Para él era claro que este instrumento de lucha podía darle fuerzas al pueblo palestino y hacerle ganar el reconocimiento mundial.” (Uri Avnery)
y demonio
“Durante todo este tiempo en que Arafat estuvo cercado, convirtiéndose en un símbolo de al resistencia palestina, solo le interesó, llana y sencillamente, salvarse a sí mismo... La Autoridad Palestina que ahora deja se ha convertido en sinónimo de brutalidad, autocracia y una corrupción inimaginable. Nadie es capaz de decirnos cuál es el legado positivo de Arafat.” (Edward Said)
Y después
Por Alfredo Grieco y Bavio
Una taxonomía rápida separa a los militantes de la liberación nacional de los ’60 entre los que fundaron un Estado y los que prefirieron las vestimentas revolucionarias hasta el fin. Entre el vietnamita Ho Chi Minh y el palestino Yasser Arafat. Sin Estado, Arafat es un muerto político a la espera de la muerte clínica. La causa que animó toda su vida sigue tan viva, o tan insatisfecha, como cuando en 1969 el guerrillero asumió la conducción de la OLP: hoy como entonces, ser palestino es una elección política antes que un determinismo geográfico. La batalla por la sucesión empezó, y puede llegar a ser épica, aunque la libren personajes tan prosaicos como Abu Ala, el premier oficial de los palestinos, preocupado por administrar la seguridad y la caja chica. O tan insidiosos como los líderes islámicos de las organizaciones armadas Hamas y Jihad. Para las masas árabes, Arafat fue y será un símbolo; los gobiernos árabes, en cambio, preparan ya sus lágrimas de circunstancia. En Israel, por ahora se guarda silencio sobre el Enemigo, el interlocutor (negado) que orientó centenares de planes y de incursiones militares, políticas abiertas o secretas, mapas de paz dibujados y tirados después a la basura. Según el diario Haaretz, la cúpula militar se atrevió a hacerle recomendaciones al premier derechista Ariel Sharon: sin Arafat, es el momento de negociar con el nuevo gobierno el retiro de la franja de Gaza. El unilateralismo no es el único camino, le habrían dicho. Y acaso sea el menos indicado.
Revista Veintitrés
Numero edicion: 331 11/11/2004