El juicio a las Juntas, la ley de divorcio y ahora la ley de servicios audiovisuales fueron y son un paseo por las estructuras de poder en la Argentina; el poder de los militares, el poder de la Iglesia y ahora el poder de los monopolios multimediáticos. De todos modos, es algo más profundo y oscuro lo que une a estos tres casos que han agitado la conciencia de un país contradictorio, cambiante e inagotable.
Por Walter Goobar
¿Se podría pensar en una versión pura y objetiva de algún suceso del pasado reciente? La respuesta, seguramente es negativa, pero los relatos y las lecturas acerca del pasado suelen tener una marca de época que los caracteriza y permite agruparlos y buscarles denominadores comunes. La nostalgia mira hacia atrás, obliga a recordar aquellos momentos únicos en la historia política y social que permiten trazar una radiografía del último cuarto de siglo en la Argentina. El juicio a las Juntas, la ley de divorcio y ahora la ley de servicios audiovisuales fueron y son un paseo por las estructuras de poder en la Argentina; el poder de los militares, el poder de la Iglesia y ahora el poder de los monopolios multimediáticos. De todos modos, es algo más profundo y oscuro lo que une a estos tres casos que han agitado la conciencia de un país contradictorio, cambiante e inagotable.
Esos tres episodios –que tocan el poder, la justicia, la guerra, la moral, el sexo, la religión y la cultura– marcan experiencias grandiosas, incomunicables, sólo comparables con la sensación de un parto o con peleas tan desiguales como el mítico combate de David contra Goliat.
Antes de asestar el piedrazo que significó su enjuiciamiento, Raúl Alfonsín había intentado que los militares se juzgaran y depuraran a sí mismos. Todo fue en vano. Ni el informe de la Conadep, ni la teoría de los dos demonios ni el macabro festín mediático de exhumaciones de fosas clandestinas dieron al Goliat uniformado. Por el contrario, estaba cada vez más cebado en su decisión de tomar de rehén a toda la sociedad civil si fuese necesario. Fueron días y noches interminables en que la democracia vivió en peligro. Las amenazas, la desobediencia, las operaciones de acción psicológica y los acuartelamientos eran una moneda más corriente que el Austral.
El juicio a los nueve comandantes de la dictadura ha sido uno de los hechos que más conmocionaron a la sociedad en los 30 años de democracia. Los militares habían instalado en el imaginario colectivo que eran intocables y las maratónicas audiencias fueron para la sociedad el momento de descubrimiento de una verdad terrible. Fue un descenso a los infiernos, una catarsis que hasta entonces se le había negado. Pero hay un detalle que no fue casual: los escalofriantes testimonios no pudieron ser vistos ni escuchados en la televisión de aquel momento. En realidad se prohibió la televisación. El fantasma militar estaba todavía más que presente y los grandes medios más militarizados que los propios uniformados, pero no caben dudas de que la historia hubiese sido distinta si la sociedad hubiese podido asomarse al horror que registraron esas 530 horas que la TV no se atrevió a mostrar hasta 1998, es decir, trece años más tarde.
De todos modos, la decisión de Alfonsín de ordenar una filmación semiclandestina prueba que le producía cierto deleite enfrentarse a algunos antagonistas tan poderosos como los uniformados o la Iglesia.
Sin embargo, el mismo día de abril de 1985 en que la Justicia comenzó las audiencias contra los nueve ex comandantes, 15 capitanes de la industria comieron con el Presidente en Olivos. A cambio de desentenderse de los generales que habían realizado el trabajo sucio, convencieron a Alfonsín de que declarara la economía de guerra contra el salario y se horrorizaron por las revelaciones de los campos de concentración. Ninguno –aseguraban–, se había enterado de lo que había ocurrido en el país mientras ellos estaban tan ocupados ganando plata. Ahora, habían descubierto el encanto de la democracia. Todo limpio, sin golpes, sin uniformes. Más aún, uno de ellos, Francisco Macri, regaló la procesadora de texto que la Cámara Federal empleó para el juicio a los nueve comandantes.
No se había logrado un triunfo mayor desde que David, armado con una honda y cinco piedras, mató a Goliat y derrotó a los filisteos.
¿Cuál fue el error de Goliat?
El exceso de confianza, la sensación de invulnerabilidad y de impunidad, eso fue lo que le dio media batalla a David.
Pero en el campo de batalla argentino, a la victoria popular le sucedieron los alzamientos militares carapintadas, acompañados siempre por el poder de fuego mediático y las claudicaciones de Alfonsín que –para evitar un baño de sangre– se sellaron con el “Felices Páscuas, la casa está en orden”. Nadie ignora que el “posibilismo” fue la bandera que marcó la debilidad del gobierno alfonsinista que culminó con las aberraciones de las leyes de punto final y obediencia debida. De todos modos, no hay que olvidar que si hubiera ganado el candidato peronista, Italo Luder, firmante del célebre decreto de “aniquilación” de la guerrilla, no habría habido juicio.
En 1987, la Argentina llevaba cuatro años desde el pleno restablecimiento de las instituciones democráticas, pero el debate sobre la ley de divorcio seguía pendiente. El peso de la Iglesia Católica hacía que el debate se postergara y que el país, en 1987, fuera uno de los pocos del mundo (junto con Andorra, Irlanda, Malta, Paraguay y San Marino) donde no era legal separarse y volver a casarse: alguien divorciado estaba condenado a la soledad, a la castidad y a la no paternidad Pese a que más del 60 por ciento de la población reclamaba el derecho a divorciarse, los separados y sus hijos eran como parias sociales, estigmatizados por la Iglesia.
Había una profunda fractura entre la ley vigente y la realidad social que obligaba a los argentinos a montar un sistema de ficciones con celebración de matrimonios en el exterior: el casamiento vía México –aunque inválido– estaba a la orden del dia.
La noche del 3 de junio de 1987, la Cámara de Diputados convocó a una sesión especial. En medio de un clima enrarecido, con manifestaciones en la calle a favor y en contra, solicitadas en los diarios, declaraciones cruzadas y una polémica que sumaba voces de todos los sectores, se iba a tratar la ley de divorcio.
Había pasado ya más de un año y medio desde el inicio de su tratamiento parlamentario y la ley había sufrido todo tipo de contratiempos que crecían a medida que se intensificaba el debate social sobre su contenido.
El Goliat de la Iglesia Católica había intensificado su campaña contra el proyecto, que, se afirmaba, vendría a destruir para siempre la familia tal como se la conocía. Los opositores a la sanción de la ley también argumentaban que habilitar el divorcio vincular era un estímulo para que las parejas se divorciaran. Con la sanción de la ley, el gigante abusivo, retador y prepotente había sido apedreado por segunda vez en la Argentina.
Goliat, que ahora ha dejado de cargar pesadas y en definitiva inútiles armas de bronce, está armado y equipado como nunca antes para mantener el dudoso predominio y aceptación social de todo un emporio comunicacional. Ha reemplazado la espada oxidada por la manipulación escrita, oral y televisada.
En este caso, Goliat es consciente de que el enemigo no es una persona, sino un proyecto comunicacional colectivo, alternativo y muy crítico con la línea desinformativa de muchos medios de comunicación, y pretende que la sociedad renuncie al más elemental juicio crítico y se transforme en dócil eco de su voluntad.
Hay que decirlo con todas las letras: se trata de monopolios que controlan la información, ejercen la censura y buscan provocar reacciones y manipular la opinión pública para imponer sus intereses políticos a la sociedad.
Hoy las maniobras de pinzas y las operaciones de desestabilización no se realizan con ruido de sables ni fanfarrias militares sino con la primicia de una radio que alarma primero, con las apocalípticas placas rojas de las señales de cable, y con las letras de molde que desde la tapa de los diarios anuncian la próxima e inevitable catástrofe, aunque ésta nunca se produzca. Es que la fuerza de los fantasmas radica justamente en su irrealidad.
“Ya no se necesita –advierte Eduardo Galeano– que los fines justifiquen los medios. Ahora los medios, los medios de comunicación, justifican a los fines.”
David lleva ganada otra media batalla. El gran Goliat está tan aturdido que parece incapaz de cuidarse a sí mismo. No sabe nunca de dónde saldrá la fatídica tercera piedra que, además de derribarlo, derrumbará el mito. Diario Miradas al Sur
05-SEPT-2009