Siempre en nombre de la libertad de prensa, el Grupo Clarín ha apelado al negacionismo histórico para tratar de justificar primero la adopción irregular de Felipe y Marcela Noble Herrera, para impugnar la extracción de ADN que podría corroborar si uno, ambos o ninguno son hijos de desaparecidos, y ahora repite la estrategia para maquillar la adquisición irregular de la empresa Papel Prensa.
Por Walter Goobar
Siempre en nombre de la libertad de prensa, el Grupo Clarín ha apelado al negacionismo histórico para tratar de justificar primero la adopción irregular de Felipe y Marcela Noble Herrera, para impugnar la extracción de ADN que podría corroborar si uno, ambos o ninguno son hijos de desaparecidos, y ahora repite la estrategia para maquillar la adquisición irregular de la empresa Papel Prensa.
En sus definiciones más tradicionales, el negacionismo es la distorsión ilegítima del registro histórico de tal manera que ciertos eventos aparezcan de forma más favorable o desfavorable. La negación del Holocausto y del genocidio armenio son dos ejemplos clásicos de negacionismo. La negación del delito busca obtener un sobreseimiento –de hecho–, para lo que es admitido como un crimen y privar a las víctimas o a sus deudos de todo derecho a reparación alguna. Según esta lógica perversa, en ausencia del crimen no existen ni criminales ni víctimas.
A diferencia de la propaganda, que apela a las emociones, el negacionismo del Grupo Clarín apela al intelecto, usando varias técnicas ilegítimas para proponer puntos de vista que enmascaren la realidad. En los últimos meses, los columnistas y escribas de Clarín han tenido que apelar cada vez con más frecuencia a estas técnicas que incluyen presentar como documentos genuinos aquellos que son falsos, inventar razones ingeniosas, pero no plausibles para defender sus puntos de vista.
Tanto Clarín como La Nación están haciendo llegar a referentes de la sociedad, la política y el periodismo diversos documentos donde supuestamente se “clarifican las circunstancias que rodearon la adquisición de Papel Prensa en 1976”.
La información de Clarín insiste en que “no hubo delito alguno en la compra de acciones de Papel Prensa”, porque “la compra de las acciones ocurrió el 2 de noviembre de 1976. La operación fue legal y legítima, se hizo a la luz pública y se le dio amplia publicidad en los diarios de todo el país”. Allí también se esgrime que los integrantes del Grupo Graiver, vendedores de la empresa, fueron secuestrados y detenidos cinco meses después de la venta, por imputaciones ajenas a Papel Prensa y su venta.
Este domingo, el editorialista de Clarín Eduardo van der Kooy fue más allá y se anticipó a cuestionar el informe sobre Papel Prensa presentado ayer, argumentando que es “una historia que ninguno de los gobiernos democráticos de veintisiete años alcanzó, por lo visto, a develar. Ni siquiera Kirchner en sus cuatro años de mandato. O Cristina, hasta que fue vencida en las legislativas del 2009”.
Sólo para los negacionistas el tema Papel Prensa es nuevo. Tanto el fallecido dueño de Ámbito Financiero, Julio Ramos, como el fundador de Crónica, Héctor Ricardo García denunciaron en sendos libros –Los cerrojos a la prensa y Cien veces me quisieron matar– la apropiación por parte de Clarín y La Nación de la empresa Papel Prensa.
Otros dos libros publicados en 1990 y el 2000 respectivamente, derrumban la teoría del negacionista Eduardo van der Kooy que sostiene que el caso Papel Prensa es una suerte de reescritura kirchnerista de la historia. Los libros David Graiver: el banquero de Montoneros, escrito en 1990 por el periodista Juan Gasparini, y El dictador de los colegas María Seoane y Vicente Muleiro que hasta hace poco trabajaron en Clarín–, documentan de manera rigurosa la manera en que se articuló la lógica empresarial con el engranaje de la violencia represiva.
En El dictador, se relata la dura interna que libraron Jorge Videla y Eduardo Massera para consensuar el ingreso de Clarín, La Nación y La Razón como socios de la empresa.
Por su parte, Juan Gasparini recuerda que –a comienzos de la dictadura–, el peso del Estado en los medios de comunicación electrónicos era abrumador, pero que Alfredo Martínez de Hoz –que llevaba la contabilidad del genocidio–, aconsejó que se incorporara algo de prensa escrita a la ominosa jugada. Su idea fue aceptada sin reparos.
“Hacían falta periódicos y revistas dóciles que se sumaran al concierto de la obsecuencia mientras detrás del escenario se consumaba el homicidio colectivo, social, político y económico. Nada mejor que juntar a los tres diarios de mayor circulación nacional y hacerles un fantástico regalo de Navidad en ese diciembre de 1976”, escribe Gasparini.
Martínez de Hoz los alentó a que se asociaran, y por la bagatela de u$s8.300.000 forzó la venta de Papel Prensa. La empresa valía varias veces esa suma.
Gasparini explica que ante la evidencia de que el Gobierno retiraba el imprescindible auxilio para seguir adelante, el día antes de la reunión de accionistas, la viuda de David Graiver, Lidia Papaleo, fue convencida a firmar el preboleto de venta sin protestar.
En una carta recientemente publicada por el diario Tiempo Argentino, Lidia Papaleo escribe: “…fui citada para el día 2 de noviembre de 1976, por la noche, a una reunión en las oficinas de La Nación, juntamente con los integrantes de la familia Graiver. […] Yo con Magnetto de Clarín, en otro aparte, donde coloquialmente me aseguró: ‘Firme o le costará la vida de su hija y la suya’. No había chances”.
El traspaso accionario se confirmó el 18 de enero de 1977 en actas suscriptas por las partes contractuales. Si La Nación, Clarín y La Razón llegaban a mostrarse reacias a retribuir el obsequio en los funestos seis años que vendrían, el Ministerio de Economía tendría prerrogativas para hacerles cambiar de parecer, sostiene Gasparini en el libro escrito en 1990.
La viuda de Graiver creyó que con esa firma compraba su supervivencia y la de su familia. No fue así, porque más tarde fue secuestrada: “Todo el horror que fue mi vida después de mi secuestro es indescriptible en la serie de perversiones, vejaciones y tormentos a la que fui sometida, no obstante que deseo concluir con la presente reiterando que prefiero ver los ojos y la cara de mis torturadores, antes que ver los ojos de Magnetto en el momento en que me amenazaba para que firmara”.
En el libro Los asesinos de la memoria, Pierre Vidal-Naquet demuestra cómo la palabra en boca de los verdugos cumple una función eufemística: pretenden tornar invisible, suprimir, alejar la realidad con eufemismos. A diferencia de la metáfora, que intenta transmitir una verdad allí donde se bordea lo decible, en el eufemismo por el contrario la palabra es utilizada en lugar de aquellas que permitirían designar la verdad. Se borran así, en el campo del lenguaje, las huellas del crimen perpetrado: las torturas, los robos de bienes y personas y los asesinatos, así como quienes fueron los ejecutores. Durante demasiado tiempo, demasiada gente ha disfrazado con eufemismos la verdad que ahora sale a flote.
Diario BAE
25-08-2010 /