Los neutrales suizos, que desde siempre deleitaron al mundo con sus quesos, chocolate y relojes, protagonizaron en 1996 un episodio que guarda llamativos paralelismos con el caso Papel Prensa. Pese a la exactitud que caracteriza a sus relojes, los suizos tardaron 51 años en admitir que habían formado parte en el engranaje de la aceitada maquinaria del exterminio nazi.
Por Walter Goobar
Los neutrales suizos, que desde siempre deleitaron al mundo con sus quesos, chocolate y relojes, protagonizaron en 1996 un episodio que guarda llamativos paralelismos con el caso Papel Prensa.
Pese a la exactitud que caracteriza a sus relojes, los suizos tardaron 51 años en admitir que habían formado parte en el engranaje de la aceitada maquinaria del exterminio nazi. Recién en 1996, es decir medio siglo después de concluida la Segunda Guerra Mundial, los helvéticos debieron realizar un tardío y tormentoso examen de conciencia sobre la complicidad del Banco Nacional Suizo (BNS) en el blanqueo del oro robado por los nazis en varios países de Europa y refundido por el Reichsbank. El caso muestra que los helvéticos demoraron el doble de tiempo de lo que tardó en estallar el escándalo de la apropiación de la empresa Papel Prensa en la Argentina. Ambas historias tienen como denominador común el exterminio, la rapiña, el antisemitismo y el negacionismo histórico.
El 10 de septiembre de 1996, el Foreign Office británico difundió un informe sobre el oro robado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Al igual que lo ocurrido con el caso Papel Prensa en la Argentina, la acusación contra los bancos suizos ya había sido probada en la primera mitad de los años ’80 por prestigiosos historiadores suizos, pero la reacción oficial fue tan furibunda que el tema volvió a la sepultura durante otro decenio.
Estos son los hechos: el BNS, la entidad emisora helvética, no podía ignorar que el oro que, entre 1940 y 1945, estaba comprando al Reichsbank, el banco central alemán, provenía de los países sojuzgados y desvalijados por Hitler –Bélgica, Holanda, Hungría, Checoslovaquia, Polonia, Albania, Yugoslavia e Italia–, y en una proporción cuantitativamente mucho menos importante pero infinitamente más espantosa, del robo de los bienes personales de los judíos de Alemania y los países ocupados, incluidos los dientes de oro arrancados a los asesinados en campos de exterminio como Auschwitz y Treblinka. En todos los casos, el Reichsbank fundía el metal en lingotes nuevos, sobre los que inscribía una fecha anterior al comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Al igual que en el despojo de Papel Prensa a la familia Graiver y su entrega a la troika Clarín-La Nación-La Razón, el del Banco Nacional de Suiza era un negocio triangular en que los banqueros no necesitaron mancharse las manos con sangre: si en el caso de los suizos, el delito consistió en blanquear el oro robado por los nazis, en la Argentina el móvil de la apropiación fue blanquear la imagen de la dictadura entregando el monopolio del papel a tres diarios adictos a los uniformados. Ambas operaciones forman parte de los sistemas clásicos de lavado de conciencia, en un caso; y de imagen, en el otro.
Así como hay manuales de genocidas, hay de negacionismo. Lo cierto es que los negacionistas suizos apelaron a los mismos argumentos exculpatorios, las mismas falacias y medias verdades que aquellas a las que hoy recurren los del caso Papel Prensa. El primer argumento fue culpar a las víctimas del Holocausto y a sus familiares: no dijeron que eran depositarios de los fondos de los Montoneros, pero se sembraron todo tipo de sospechas sobre ellos.
A partir de 1933, año de llegada al poder de los nazis en Berlín, judíos alemanes, austríacos, checos, polacos y de otras nacionalidades, habían abierto cuentas numeradas –en ocasiones con identidades falsas–, en los bancos suizos porque preveían un desastre, pero ni en la peor de sus pesadillas imaginaron el genocidio en que perecerían la mayoría. “¿Por qué los familiares que tuvieron la fortuna de escapar a la muerte reclamaban recién medio siglo después los fondos depositados en cuentas apócrifas y de dudoso origen?”, argumentaban los sofistas del negacionismo helvético para socavar la ilegitimidad del reclamo.
Otro argumento sacado de la galera de los minuciosos banqueros fue que el tema había quedado saldado al concluir la Segunda Guerra Mundial. Al término de la conflagración, los aliados evaluaron en 400 millones de dólares los lingotes de oro alemán escondidos en bancos suizos. Sabían que la verdadera suma era 50 a 100 veces mayor. “Si los tres países se repartieron el metal precioso y protegieron a criminales de guerra como Klaus Barbie, ¿por qué no iban a proteger los intereses económicos de los nazis?”, argumentaron los investigadores de aquel caso. Ese razonamiento es aplicable a la cadena de complicidades, encubrimientos y falsos sobreseimientos en el caso de Papel Prensa, que nunca fue debidamente juzgado.
En 1945, los suizos idearon un modo de evitar las investigaciones, y sacarse de encima a los herederos de los clientes judíos. En 1946, para que sus bienes en los Estados Unidos y en el Reino Unido fueran descongelados, pagaron 250 millones de francos suizos. Era un precio modesto para sacarse de encima a los victoriosos aliados. En 1962, anunciaron que habían encontrado 961 cuentas que habían pertenecido a clientes judíos, que contenían un total de 7,5 millones de francos suizos. Esto fue devuelto, junto con dos millones de francos de donación, a las comunidades suizas judías. En 1988, en respuesta a otra ola de presión, el Union Bank otorgó una donación de 40 millones a la Cruz Roja Internacional, ese baluarte de la neutralidad suiza, famosa por su omisión de denunciar el Holocausto.
Como en Papel Prensa, los investigadores europeos y estadounidenses que decidieron desenterrar el tema suizo localizaron documentos que demostraban la participación de empresas alemanas –Volkswagen y Leika, entre otras– y de abogados y banqueros suizos en la operación de blanqueo del oro robado a los judíos. El antisemitismo no sólo fue un factor de peso en el caso Graiver, sino también en el de la banca helvética que conocía el origen criminal del tesoro de guerra nazi, como Clarín conocía el origen del tesoro de Papel Prensa.
Los suizos jamás apelaron a uno de los ejercicios más abominables de la doctrina del negacionismo: la utilización de las propias víctimas para transformarlas en cómplices a perpetuidad. En ese sentido, los Graiver, todos los Graiver siguien siendo demonizados y victimizados por los negacionistas argentinos. Ante las demoledoras pruebas de que habían violado todas las reglas de su proclamada neutralidad, los suizos cedieron. Por primera vez, aceptaron darle a investigadores externos “acceso irrestricto” a sus libros y archivos contables, y a establecer una comisión conjunta con el Congreso Judío Mundial para rastrear y devolver los fondos de las víctimas del Holocausto. Diario Tiempo Argentino
31-08-2010