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REQUIEM PARA OSAMA

Una doctrina que apuesta por la barbarie

La muerte de Osama Bin Laden se inscribe en un plan estadounidense para condicionar y limitar el proceso de cambios democráticos en el mundo árabe. Es el fin de la guerra global contra el terrorismo que inauguró George W. Bush.

Por Walter Goobar*
*Autor de “Osama Bin Laden: El banquero del terror” (Ed. Sudamericana)
La ola de levantamientos populares no violentos que se inició en Túnez y Egipto, y se extendió como un reguero de pólvora, derrumbó el muro de prejuicios que reducían el mundo árabe a hordas de fanáticos de mirada fúnebre dispuestos a inmolarse en una Guerra Santa, a los que sólo se podía contener por medio de dictadores prooccidentales tan bestiales como bien remunerados. Las revueltas en el mundo árabe no sólo desmoronaron la doctrina estratégica de la guerra global contra el terror acuñada por el dúo George W. Bush y el ex titular del Pentágono, Donald Rumsfeld, sino que dejó fuera de juego a todas las fuerzas islamistas y, muy especialmente, a la más sospechosa y extremista, Al Qaeda, que frente a la irrupción de las sociedades civiles como verdaderas protagonistas del cambio, quedó expuesta al mundo como una secta obsoleta de lunáticos delirantes.
La nebulosa Al Qaeda fue la obra maestra de un excéntrico millonario saudita llamado Osama bin Laden, que durante la década de 1980 había trabajado en Afganistán bajo las órdenes de la CIA y el ISI (los servicios secretos paquistaníes), hasta que decidió volver las armas contra sus antiguos mentores.
Esta no es la primera vez que se lo da por muerto: en diciembre de 2001, el diario egipcio Al-Walfs publicó una necrológica de Bin Laden que también fue reproducida en The Observer de Pakistán. En ella se atribuía su muerte a complicaciones pulmonares derivadas de su enfermedad renal. Pero el Enemigo Público número uno de los EE UU reaparecía con puntillosa puntualidad y obediencia cada vez que era necesario azuzar los miedos de los norteamericanos y reavivar el fantasma de la “guerra contra el terrorismo”. Si no lo capturaron ni mataron durante la última década, no fue porque tuviese siete vidas, sino porque los EE UU lo necesitaban vivito y coleando.
Aislado en una lujosa mansión ubicada a menos de 700 metros de la principal academia militar de Pakistán –un país que técnicamente es un aliado de los EE UU–, Bin Laden estaba distanciado del mando operativo de Al Qaeda, que hace rato ha dejado de ser considerada un peligro por los propios norteamericanos. Según la consultora estadounidense  privada de inteligencia Stratfor, dirigida por George Friedman, ya hace tiempo que el peligro real son las “franquicias” de la marca en la Península Arábiga y en el Magreb, organizaciones inspiradas por Bin Laden pero con independencia orgánica.
No parece casualidad que las pistas para encontrarlo hayan encajado precisamente ahora, en plena “primavera árabe”, después de años de inopia y de fracasos de la CIA. El naufragio de las dictaduras en el mundo árabe y la necesidad de suplantar a los dictadores por un modelo que le permita a Wash-ington sofocar –o canalizar–, las revueltas y mantener el statu quo, sellaron la suerte de este Cuco mediático para el que se montó un final a toda orquesta.
Primero reapareció Al Qaeda con un frustrado atentado en Alemania, más tarde, un grupo desconocido asesinó al activista pro palestino de origen italiano Vittorio Arrigoni, en la Franja de Gaza; por último, estalla una bomba en Yema El Fna, una plaza de Marrakesh, donde pululan los contadores de cuentos y los encantadores de serpientes; y por fin, reaparece Bin Laden en un martirio cuidadosamente escenificado, aunque un poco inverosímil.
Los Estados Unidos, que inflaron el personaje y la importancia de Osama bin Laden en vida, lo volvieron a hacer después de muerto. No hubo juicio previo, ni captura, sino un disparo en la cabeza. Tampoco hay cadáver ni sepultura, porque invocando extrañas interpretaciones de la Ley Coránica, se decidió arrojar su cuerpo al mar. Ni siquiera una miserable foto tomada con un celular. Hasta el momento, las palabras de Barack Obama son la única prueba de la muerte de Bin Laden.
Lo que está claro es que el esfuerzo por resucitar a toda costa a Al Qaeda pretende matar los procesos de cambio comenzados hace cuatro meses en el mundo árabe. Y ahora, el siguiente acto es la venganza de esa organización. La muerte verdadera o fraguada del líder de Al Qaeda y el fallido  intento de asesinato del líder libio Muammar Khadafi se inscriben en la nueva estrategia bélica estrenada por Barack Obama.
Según la nueva doctrina Obama, ya no es una cuestión de ocupar los países, sino sólo de mantener las áreas de explotación y llevar a cabo redadas en caso necesario. El Pentágono debe extender a toda la periferia el proceso de fragmentación de la “remodelación” que se inició en el “gran Medio Oriente”. El fin de la guerra ya no es la explotación directa de un territorio, sino la desintegración de toda posibilidad de resistencia.
El Pentágono se está centrando en el control de las rutas marítimas y las operaciones aéreas para subcontratar las operaciones de tierra a sus aliados. Este fenómeno es el que acaba de comenzar en África con la partición de Sudán y las guerras en Libia y Costa de Marfil. En ese sentido, tanto el derrocamiento de Khadafi como la muerte de Bin Laden son metas gratificantes.
Es evidente que –puestos a elegir entre democracia y barbarie–, los EE UU no tienen duda de que la barbarie se ajusta mucho más al modelo que pretende implementar en el mundo árabe.
Diario Tiempo Argentino
3 de Mayo de 2011

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