En una sociedad signada por las desigualdades, un creciente número de británicos se deja seducir por las recetas facilistas de la mano dura y acepta que la solución a los desmanes pasaría por sacar al ejército a la calle. Uno de los grandes problemas de la violencia en Londres es que no es política. Ni siquiera es prepolítica. Contiene un germen de fascismo que resulta aterrador. Las víctimas que se convierten en verdugos.
Walter Goobar
Para Tiempo Argentino
Los incendios y los disturbios que asolan Londres han provocado más lágrimas y lamentaciones que los párpados cubiertos de moscas de cada uno de los 600 mil niños condenados a morir por la hambruna desatada en Somalia, en el cuerno de África. Los estallidos de violencia en Londres y otras grandes ciudades como Liverpool, Birmingham y Manchester pueden ser vistos como consecuencias lógicas que traen la violencia del capitalismo y las crecientes desigualdades en la sociedad británica. Se trata del desplome del modelo anglosajón financierista y su fantasía globalizadora que ha estallado de manera simultánea en varios puntos del planeta.
Disturbios de este tipo ocurrieron en Gran Bretaña durante los ’80 en áreas similares a las que hoy amanecen en llamas. Aquellos también surgieron en un contexto de recortes, si bien los actuales son mucho más severos. Los episodios de violencia de esta semana son comparables a los de hace treinta años, solamente porque los llevan adelante jóvenes marginales de áreas pobres de Londres. Sin embargo, existen grandes diferencias. Las protestas de los ’80 en Brixton, St. Paul’s y Toxteth (barrios urbanos pobres) tuvieron como desencadenante el racismo policial contra jóvenes negros y negras de las zonas marginadas. Las actuales, en cambio, se parecen más a lo que el diario The Independent ha llamado “la protesta va de shopping”, con saqueadores “probándose prendas para robar el talle correcto y buscando la marca que les gusta”.
Los saqueadores roban lo que creen que se merecen pero nunca van a tener. Son robos propios de la sociedad de consumo.
Al premier David Cameron y a la gente bien les causa menos contradicciones que los pobres roben comida en lugar de productos suntuarios con los que diariamente bombardea la televisión que, con la publicidad, lubrica el sistema. Esto constituye una blasfemia para un imperio forjado con la sangre, el sudor y las lágrimas de piratas y corsarios legendarios.
Como parte de esta comedia del absurdo destinada a desplazar responsabilidades de los verdaderos causantes del estallido social, los grandes medios buscan en la tecnología el auténtico culpable de los disturbios de Londres. Los diarios y las cadenas de televisión se preguntan si los “agitadores” se movilizan a través de Internet utilizando la red de Twitter o el chat de BlackBerry, para inclinarse hacia el BlackBerry como el gran culpable.
Lo curioso es que el subversivo BlackBerry recibió ese nombre porque a los esclavos nuevos en los Estados Unidos se los ataba con un grillete a una bola negra de hierro para que no escaparan de los campos de algodón, los esclavistas le llamaban “BlackBerry” (mora) porque se parecía a dicha fruta. Salvando el tiempo y las distancias, el BlackBerry es el símbolo de la nueva esclavitud. A los empleados se les da un Blackberry y quedan inalámbricamente atados por su grillete electrónico, y al igual que los esclavos se los mantiene prisioneros del trabajo y del consumo. Hasta que se rebelan.
La cacería de los usuarios de Blackberry ya ha comenzado: la flemática y muy británica BBC afirma que en “la medida en que los investigadores sean capaces de identificar a los agitadores virtuales y los lleven a tribunales en el mundo real nos dará lecciones valiosas tanto sobre el uso y abuso de la tecnología como de la capacidad de aplicar la ley”. El diario español El País no se queda atrás en su clamor de mano dura. En un enérgico editorial se muestra preocupado porque en Europa se “está creando un estado de opinión de acuerdo con el cual la democracia representativa se está mostrando incapaz de dar curso pacífico a un creciente malestar de los ciudadanos. Se trata de una pendiente peligrosa que los gobiernos están obligados a atajar extremando el escrupuloso cumplimiento de las exigencias del Estado de derecho” y llama también a la acción de los tribunales.
Uno de los grandes problemas de la violencia en Londres es que no es política. Ni siquiera es prepolítica. Contiene un germen de fascismo que resulta aterrador. Las víctimas que se convierten en verdugos. El escenario repite situaciones de los ’30 , pero también tiene novedades, no todas positivas. En una sociedad signada por las desigualdades, un creciente número de británicos se deja seducir por las recetas facilistas de la mano dura y acepta que la solución a los desmanes pasaría por sacar al ejército a la calle. No son pocos los desempleados que aplaudirían un baño de sangre que restableciera el orden.
Inglaterra ha desplegado 16 mil policías para detener a esos jóvenes con más rabia que propuestas. Bastaría dedicar una décima parte de esa fuerza para llevar a juicio a los delincuentes de cuello blanco que impiden que esos 922 jóvenes detenidos “que quieren acabar con todo”, tengan alguna perspectiva de futuro.
El profesor de historia Juan Carlos Monedero sostiene que “un sencillo diagrama mostraría que los que despiden a trabajadores tienen acciones en empresas de comunicación que participan en consorcios que venden armas a grupos cubiertos crediticiamente por bancos que financian a los partidos que rescatan a las instituciones financieras con dinero de un Estado que es puesto de rodillas por mercados financieros que también permiten, junto a políticos bancarizados, que se especule con el precio de los alimentos que condenan al hambre y la guerra a países como Somalia y que ahonda cada vez más la brecha entre los que tienen y los que quieren tener pero saben que trabajando nunca van a llegar a tenerlo. Casi una línea recta.” <
12-08-2011