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VEINTITRES EN EL AMAZONAS:

La ley en la selva

Los deni conservan sus tradiciones, aun las más “salvajes”, pero acaban de ganar una batalla moderna utilizando tecnología satelital para evitar que la poderosa empresa WTK avance sobre sus tierras. Una historia increíble en un mundo increíble.

Por Walter Goobar, enviado especial al Amazonas
El gomón de Greenpeace remonta las aguas del río Xeruã y es como si navegara la frontera entre dos mundos: a la izquierda, el territorio casi virgen de los indios suruaha; a la derecha, las tierras que la Wong Tuong Kwong (WTK), multinacional de la madera con sede en Malasia, la segunda más poderosa del planeta, compró a precio de remate (tres dólares la hectárea) a un latifundista local. Esas tierras pertenecían en realidad a otra tribu de las veinte que habitan todavía en el corazón del Amazonas con mínimo, cuando no nulo, contacto con el hombre blanco. Esa tribu es la de los deni, 670 indios que conservan todas las tradiciones, aun las que a ojos de la “civilización” parecen salvajes, pero que han decidido dar también la batalla de la modernidad. Así, aprendieron a usar manejar teodolitos y sistemas de posicionamiento satelital (GPS), a demarcar con precisión sus tierras hasta llegar a obtener, ahora, lo que muy pocos indígenas del Brasil lograron: que se los reconozca como los legítimos dueños de las 1.560.000 hectáreas de preciosa tierra selvática. Equivale a siete veces la superficie de la Capital Federal.
Y la historia que hay detrás de esa “contraconquista” es asombrosa, desde su origen, cuando en 1999 Greenpeace llegó por primera vez a esta región perdida entre los ríos Canaçã y Xeruã, en el sudoeste amazónico, a 1.400 kilómetros de Manaos, para investigar la compra de 313.000 hectáreas de selva por parte del gigante maderero WTK. Noticia que, por supuesto, los deni ignoraban.
CAMPO DE BATALLA. Antes de avanzar en los detalles de esa asombrosa historia, quizá convenga precisar qué puede importarle al resto del mundo. El Amazonas no sólo es el río más extenso del planeta (6.300 kilómetros de largo y 20 de ancho en algunos lugares). Provee el 20 por ciento del total de agua dulce y renueva la mitad del oxígeno del planeta. Sus aguas están infestadas de yacarés y de decenas de especies exóticas. Desde delfines marinos adaptados al agua dulce, hasta temibles pirañas capaces de acabar en un abrir y cerrar de mandíbulas con un cerdo salvaje, pasando por peces eléctricos que descargan su energía en las raíces de los árboles para obligarlos a desprenderse de los frutos con los que se alimentan. Árboles de hasta veinte metros de altura, 1500 especies de peces, cerca de 2.000 tipos de aves, 250 especies de mamíferos y 2.500 variedades de plantas pueblan esta región que desde siempre despertó la curiosidad de los exploradores y la codicia de todo tipo de aventureros: buscadores de oro, esmeraldas, maderas preciosas, productos medicinales.
En 1970 sólo el 1% de la Amazonia estaba deforestada. Treinta años después, la deforestación ya alcanzó el 16% de la selva.
Se dice que el nombre del río Amazonas viene de los fantasmas de los aventureros portugueses que, en 1539, salieron a descubrir el río y tuvieron que enfrentarse a unos indios comandados por mujeres terribles en las que creyeron ver reencarnadas las amazonas de la mitología griega. Alguien, tal vez fue el escritor Norman Mailer, dijo que no hay ateos en las trincheras. Quizá tampoco los haya en la selva. En el mejor de los casos, su majestuosidad inspira sentimientos religiosos o místicos. En el peor, alucinaciones y delirios que se potencian con las picaduras de millones de insectos, las fiebres de las enfermedades endémicas y el calor abrasador.
BIN LADEN METIÓ LA COLA. “La primera dificultad que tuvimos que vencer fue cómo explicarles a los deni que no éramos misioneros ni exploradores sino ecologistas. ¿Cómo les explicábamos qué son los ecologistas?”, recuerda Paulo Adario, director de la campaña amazónica de Greenpeace. “Intentamos traducir las palabras ‘verde’ y ‘paz’ que conforman nuestro nombre, pero los deni tenían seis vocablos diferentes para el verde”, dice con cierto aire de Indiana Jones este ex periodista de los diarios O Globo y Jornal do Brasil, que desde hace 12 años se apasiona por la preservación de la región. Adario está amenazado de muerte por los traficantes de caoba, madera semipreciosa cada vez más difícil de conseguir. Después del asesinato de Chico Mendes, el líder sindical y ecologista asesinado en 1988 en la Amazonia, estas cosas se toman en serio en la región. Adario usa un vehículo blindado y chaleco antibalas.
Nada fue tan convincente para los deni como ver a WTK en acción, talando árboles para producir enchapado, exportado luego por su subsidiaria Amaplac, con base en Manaos. Allí se abrieron a la ayuda de Greenpeace y al uso de la moderna tecnología para la demarcación de sus territorios. Hace dos años iban a anunciar al mundo el comienzo de esa tarea meticulosa. Pero no fue el día apropiado: aquel 11 de setiembre el mundo estaba ocupado y azorado con la imagen de dos aviones que atravesaban las Torres Gemelas de Nueva York.
ES UN MONSTRUO GRANDE.Wong Tuong Kwong (WTK) es un conglomerado multinacional con sede en Malasia y filiales en 70 países. La empresa fundada en la década del ’60 por Datuk Wong Tuong Kwong opera en el sector maderero, industria del papel, explotación minera, seguros y negocios inmobiliarios. En el historial que archiva prolijamente Greenpeace, la WTK se ganó pésima reputación en el trato con culturas indígenas. En 1987, tribunales malayos la acusaron y condenaron por abusos contra la población nativa. En Papúa Nueva Guinea la WTK violó 32 de los 42 requisitos ambientales y sociales que incluían sus contratos.
Ahora, después de varias reuniones entre Greenpeace y WTK que se llevaron a cabo en Manaos y Londres, la compañía declaró públicamente que no explorará las tierras deni demarcadas y que no litigará en tribunales blancos por ellas.
GENTE MENUDA. Los deni son gente menuda: ninguno supera el metro sesenta de altura. Se muestran pacíficos y amigables. Sólo un puñado de varones habla portugués precario. Como el cacique no lo habla, Saravi –su hijo y heredero–, que participó en el Foro Social de San Pablo, oficia de cacique “for export”. Sobre una remera con el logo de Reebok en el pecho, Saravi luce un collar de dientes de mono que él mismo ha cazado y que marca su autoridad. Sobre la demarcación, dice: “Ahora sólo denis van a estar en tierra deni”.
Si se omiten los jejenes, los mosquitos, las hormigas y el calor de 40 grados, la aldea es un lugar apacible. Las chozas están alineadas en círculo y el centro sirve de cancha de fútbol y pista de baile de “forró”, un ritmo del nordeste, mezcla de cumbia y ranchera, que brota de una radio a baterías. Para la fiesta, las mujeres jóvenes se pintan con urucum y jenipapo, el jugo negro de una fruta que tiñe la piel por una semana.
La casa de Ukekeni es una choza elevada del suelo sobre troncos y abierta por los cuatro costados. Tiene piso de caña y techo de hojas de palmera. Los únicos muebles son las hamacas que se despliegan de noche. Las ollas de aluminio relevaron a las de arcilla que ellos mismos hacían. Para dormir y comer, hombres y mujeres lo hacen por separado. El incesto está prohibido. El adulterio tiene sabrosa solución: la tradición estipula que un marido engañado puede vengarse de un traidor durmiendo con su esposa. De esta manera, dicen, se evitan resentimientos en la tribu.
Durante el embarazo de la mujer, los maridos no pueden comer huevos y se alimentan sólo de pequeños peces. Deben seguir manteniendo relaciones sexuales hasta el último momento, para que el niño nazca fuerte. La mujer deni da a luz sola, en el bosque. Ella corta el cordón umbilical, limpia al niño y lo lleva a casa. El marido entierra la placenta y luego construye su propia casa. Hasta entonces, viven con los suegros.
Al menos en términos occidentales, los deni no son demostrativos. No se besan ni abrazan en público. “En algunas aldeas como Visagem, hay tan pocas mujeres que las niñas son prometidas en matrimonio a los ocho años”, cuenta Luisa, una antropóloga brasileña. Las niñas pueden casarse desde que tienen la menstruación, pero deben pasar por una ceremonia de iniciación: una semana antes de tener el primer período son recluidas en una casa cerrada, casi sin comer. Si miran en ese lapso a un hombre, una víbora lo va a morder.
Los deni han tenido tan poco contacto con el hombre blanco que la primera mención apareció recién en 1942. Tapa, uno de los jefes de la Villa Visagem, cuenta su historia de la nación deni –que él llama Madija Deni–: “Las armas y enfermedades del hombre blanco causaron numerosas muertes, pero también recuerdo las luchas entre los propios clanes. Kamuvari fue el nombre que se dio a los asesinos de los Varasa Deni y Huve”. Aún hoy los deni temen a algunos de sus vecinos como los feroces suruaha, que vagan desnudos por la selva y se suicidan antes de cumplir los treinta años para acceder al mejor de los cuatro cielos que les espera en la otra vida.
JALATE ESA PIMIENTA. Kakuva es padre de seis hijos y experto constructor de arcos, flechas y cerbatanas. Inhala rapé, un suave alucinógeno hecho de hojas de tabaco tostado y cenizas de la corteza del árbol de pupui, que hombres, mujeres y niños consumen desde el amanecer hasta la hora de dormir. Parece pimienta. A quien no está acostumbrado le irrita la garganta.
Kakuva me explica su teoría sobre la Creación: cree que el hombre desciende de un lagarto parlante que vomitó a las distintas tribus indígenas.
De los animales que podría cazar aquí, respeta al yacaré. La leyenda dice que los hijos del cazador que ataque a un yacaré adulto desaparecerán. Kakuva considera malo al jaguar y se dedica a cazar monos. Con mal portugués y mímica explica que sus dardos están hechos de pataua (palmera) y el veneno viene de una liana. “Usamos las armas para soplar (cerbatanas) y los dardos para cazar pájaros y animales pequeños. Los rifles y los arcos y flechas para cazar animales grandes”, dice.
Kakuva se mueve como un felino en la selva mientras susurra los nombres de los árboles que va señalando con la punta del machete: muratinga, copaiba, jacarandá, paurosa, cedro, iatuba, louro, samauma y virola. Sobre un tronco caído, sus pies descalzos se aferran a las superficies más resbaladizas desafiando la ley de gravedad. La humedad y el calor son sofocantes. Kakuva señala un árbol. Golpea el tronco con el machete y el agua que se ha conservado limpia y fresca brota como si hubiera abierto una canilla.
“Amisharu”, le digo, que quiere decir “gracias”.
Los deni, que hasta hace poco desconocían el valor del dinero, no saben cómo tasar sus productos y son constantemente estafados en el intercambio. El principal producto comercializado por ellos es el aceite que extraen del árbol de la copaíba y que se utiliza como fijador en la industria farmacéutica y cosmética. El regateador, que es el barquero que les vende a los deni la sal, el combustible y otros productos industrializados, paga 1,50 reales por el litro de aceite de copaíba, mientras en Manaos lo vende a 8 reales.
LAS URNAS BIEN GUARDADAS. Los trabajos de demarcación terminaron esta semana. Alrededor de las tierras se abrió una huella de tres metros de ancho . Cada un kilómetro hay un cartel con la leyenda “Gobierno Federal. Ministerio de Justicia. Tierra protegida. Acceso prohibido a personas extrañas”. Servirá para evitar que a empresas madereras, mineras, pescadoras. Pero no impedirá que indios de otras tribus que desconocen qué es la ley penetren en sus tierras.
En 1997 quedaban 325.652 indígenas de 206 naciones. A pesar de que la actual Constitución brasileña reconoce los derechos históricos de los aborígenes, los deni no votan porque son considerados incapaces y están bajo la tutela del Estado. Entre los antropólogos brasileños hay dos escuelas: la mitad opina que el Estado debe asumir sus responsabilidades. La otra, que lo mejor que se puede hacer por los indígenas es no hacer nada.
A la hora en que baja el sol, los loros y guacamayos comienzan a chillar anunciando la llegada de la noche. La oscuridad se traga la selva y el río. Sólo la luna y los ojos de los yacarés al acecho iluminan la noche. El río huele a madreselva. El Amazonas es, definitivamente, otro mundo.
Revista Veintitrés
Numero edicion: 267 21/08/2003

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