Junto con la Franja de Gaza, la olvidada Jericó es hoy uno de los dos escenarios donde se probará el éxito de la más arriesgada y dramática apuesta diplomática israelo-palestina, o su más estrepitoso fracaso.
Por Walter Goobar, enviado especial a Jericó
"¿Conoce el relato del genio encerrado en la botella? Los palestinos nos sentimos exactamente así, como el genio del cuento de las Mil y Una Noches. Pero lo fundamental es que no conseguirán volver a meternos en la botella", dice Barakat Abu Akram un electricista de Jerusalén Oriental de piel aceitunada y cara afilada que parece un Aladino sin turbante ni babuchas. Todas las tardes desde hace dos meses, este envejecido y delgado palestino de 43 años, padre de diez hijos -uno de 16 muerto en la Intifada- recorre los 38 kilómetros que separan Jerusalén de Jericó sorteando los numerosos puestos de control israelíes. "Para estar aquí, en la que por primera vez es nuestra tierra y sentirme libre aunque sea unas pocas horas al día", dice con pasión.
Difícilmente se podría haber encontrado un lugar más cargado con el peso de la historia que la bíblica Jericó. Sin embargo, esta paupérrima ciudad de 9.000 habitantes, aislada en el medio del desierto sobre un oasis ubicado en la base del monte de la Tentación, fue el escenario de la célebre batalla de Josué contra los cananeos, del encuentro de Cleopatra con Marco Antonio y el sitio donde Jesús sufrió la tentación del demonio tiene hoy la mirada puesta el futuro: Junto con la Franja de Gaza, la olvidada Jericó es hoy uno de los dos escenarios donde se probará el éxito de la más arriesgada y dramática apuesta diplomática israelo-palestina, o su más estrepitoso fracaso.
Barakat Abu Akram querría mudarse inmediatamente a este oasis geográfico y político, donde solo ondea la bandera palestina y no es tratado como un ciudadano de segunda categoría, pero teme que la apremiante falta de fuentes de trabajo y de viviendas convierta su ilusión en un espejismo. Como millones de palestinos, tiene sus ojos puestos en la inminente llegada a Jericó de esa figura mítica que hace treinta años sacó el problema palestino del olvido. "No hay trabajo, no hay viviendas, todo está muerto. Pero Abu Amar (Yasser Arafat) traerá el dinero que necesitamos para empezar a construir el Estado", asegura el electricista con el orgullo de quien acaba de recuperar la dignidad.
-"Mire nosotros entendemos a los israelíes. Ellos también han sufrido en esta carnicería inútil. Nosotros ahora queremos la paz, pero ellos deben entender que con Jericó y Gaza no alcanza. Para nosotros Jericó sólo es el comienzo...", dice Barakat Abu Akram y mira nerviosamente el reloj. Como el genio de los cuentos, a media noche desaparece rumbo a Jerusalén.
Si en algo están de acuerdo los que apoyan a Arafat y los que se oponen a su arreglo con Israel es que el líder de la OLP va a encontrarse con una voluminosa agenda de temas urgentes que van desde las apremiantes demandas de solución para el problema de los refugiados, vivienda, fuentes de trabajo, impuestos, hasta trivialidades como nuevas estampillas de correo. Ultimamente hasta el turismo ha dejado de ser una mínima fuente de ingresos para Jericó. En los folletos israelíes que ofrecen excursiones al cercano Mar Muerto una advertencia indica:"Debido a la situación política o por razones de seguridad, la empresa se reserva el derecho a pasar o no por Jericó".
Un informe elaborado por el Ejército de Israel eleva llamativamente a 17.000 personas la población de Jericó, con una mayoría musulmana y una minoría cristiana. Hay dos campos de refugiados, Ikbat, que alberga a 3.000 personas y Ein Al-Sultan, con 900. Una serie de eufemismos disimulan la inexistencia de un sistema productivo: "La estructura del sector agrícola -dice el informe- es típica del Valle del Jordán en general y de la ciudad de Jericó en particular. Los productos agricolas se venden en el mercado local, en otras ciudades de los territorios ocupados, en Israel o se exportan a Jordania a través del puente Allenby".
Taisir Jarhoud, un agricultor palestino nacido seis años antes del comienzo de la ocupación israelí iniciada en 1967, comprobó los primeros cambios concretos desde la entrada en vigor de la autonomía cuando su vehículo fue detenido en el camino que une el poblado de Auja con Jericó:
Por primera vez en su vida comprobó que ser palestino puede ser más ventajoso que ser israelí: El automóvil de Jarhoud con la patente verde que durante años sirvió para discriminar a los palestinos pasó sin dificultades los dos puestos israelíes de control de vehículos sobre la ruta 90, mientras que los rodados con chapas israelíes hacían cola y sus pasajeros debían dar abundantes explicaciones a los uniformados sobre su destino y el motivo del viaje.
Esperar durante horas en un puesto de control israelí es una de las experiencias más denigrantes de la vida cotidiana de los palestinos bajo la ocupación. "Ahora tenemos la prioridad", dice orgulloso Jarhoud antes de reconocer que hasta hace poco la situación era tan humillante que estaba dispuesto a pagar hasta 10.000 shekels (2.800 dólares) para conseguir una patente israelí.
La siguiente imágen también parece irreal: Un vehículo de las Fuerzas de Defensa de Israel y otro con los ex-combatientes de la OLP que ahora conforman la policía palestina, patrullan conjuntamente los caminos que conducen a los asentamientos de los colonos y las autopistas que atraviesan la zona de autonomía para evitar incidentes. Los vehículos con una neutral bandera naranja, que comenzaron a operar hace algunas semanas con el arribo del primer contingente de la policía palestina, son otro signo tangible del acuerdo Israel-OLP.
Un oficial israelí que antes utilizaba su fluido manejo del árabe para interrogar sospechosos, hoy actúa cordinadamente con un colega palestino a quien, hasta hace pocos días no hubiera dudado en calificar como terrorista. Cuando un grupo de colonos dispuestos a demostrar que nada ha cambiado llega a Jericó para rezar en la antiquísima sinagoga, el oficial israelí los escolta para evitar provocaciones. Si los chicos del pueblo comienzan a tirar piedras, actúa el palestino.
En algunos casos se los ve codo a codo intentando reparar un jeep que no quiere arrancar, en otras oportunidades la relación entre los dos grupos es extremadamente tensa. Pese a ello parecen haber firmado un extraño pacto de silencio, se guardan los sentimientos y se limitan a cumplir las ordenes. "Lo siento, no sé inglés porque a mi profesor lo mataron cuando yo tenía cinco años", respondió en perfecto inglés uno de los israelíes anticipandose a la pregunta obvia.
Al anochecer, cuando el insoportable calor en esta ciudad ubicada a 247 metros bajo del nivel del mar se hace más tolerable, las mujeres se asoman a los balcones mientras los hombres se reunen en las veredas para fumar en pipas de agua, comer garbanzos o simplemente conversar. Todas las conversaciones giran en torno a la llegada de Arafat y de los fondos para poner en marcha este sueño acariciado durante tantos años que por ahora sólo existe en los papeles.
La oficina de correos de Jericó cierra a las dos de la tarde pero durante la mayor parte de la mañana permanece desierta. Un empleado muestra con orgullo la papelería con el membrete de la flamante Autoridad Nacional Palestina, pero se sonroja cuando alguien quiere enviar una carta: "Lamentablemente no se puede despachar correspondencia desde aquí. Todavía no tenemos estampillas palestinas. Va a tener que ir a Jerusalén", dice con verguenza.
A pocos metros de allí, frente a la plaza está ubicado el cuartel de policía que constituía hasta hace poco el símbolo de la ocupación. Recientemente fue evacuada por los israelíes y entregada a los palestinos. La altísima valla de alambre de púas que se extendía sobre la plaza y protegía a los ocupantes de las piedras y los cocteles molotov, ya fue quitada. Cuando llegó el primer contingente de policías palestinos y consultó a la gente sobre las necesidades más urgentes, todos coincidieron en que había que retirar la tenebrosa alambrada. Fue como si los muros de la bíblica ciudad hubiesen vuelto a caer.
Eufóricos, los ciudadanos pidieron a sus nuevos guardianes que también derribaran la odiada prisión, pero recibieron una tajante negativa:"No
somos ángeles, somos humanos", replicó el comandante de la fuerza previendo que los calabozos pronto tendrían nuevos huéspedes. El primer preso es de Jerusalén, tiene sólo 16 años y había llegado a Jericó para respirar el aire de libertad a bordo de un auto robado.
RECUADRO B:
(Por W.G., desde Jericó)Tenían 10 años cuando comenzó la Intifada. Ahora tienen 16. Sobre todo durante el primer año se divirtieron mucho tirando piedras. Era un juego de niños con muertos y heridos de verdad. Casi sin saberlo, desafiaron la autoridad suprema, la del ocupante, que durante años habia hecho agachar las cabezas a sus padres y a sus profesores."Imagínese lo que significa para un chico que admira a su padre presenciar cotidianamente como la policía nos maltrataba, como nos empujaba contra una pared para palparnos de armas y nos prohibía circular por determinadas áreas de mi propia ciudad", dice Barakat Abu Akram, un electricista de Jerusalém que perdió uno de sus diez hijos en la Intifada. Saca el documento de identidad y señala el espacio correspondiente a "nacionalidad" que las autoridades israelíes dejaron en blanco."Nuestros hijos se rebelaron contra todo eso", agrega.
De las piedras pasaron a los cocteles molotov y con ello entró en combustión el respeto hacia todos los mayores. Unos se fueron de sus casas, otros cambiaron la escuela por la academia de artes marciales donde se entrenaban para los combates callejeros, hasta que los israelíes clausuraron casi todas convirtiendo las calles en campos de entrenamiento y de batalla. Sólo se encontraban bien con su banda, frente a los soldados israelíes."Con su munición y sus cuchillos, estos jóvenes constituyen la prueba viviente de la falta de sentido del status quo, que fue diseñado para imponer la seguridad israelí", escribió el canciller Shimon Peres en su libro Oriente Medio, Año Cero.
Por su poder sin límites, por las huelgas en el colegio, ahora son analfabetos, o casi. Muchos de ellos han pasado por las cárceles, otros han caido en la droga o la delincuencia. Pero están seguros que han ganado, y es lo único que importa. Ellos saben que el apretón de manos que selló el acuerdo de Autonomía para Gaza y Jericó no hubiera existido sin las piedras que tiraron durante todos estos años. Son los héroes anónimos de esta historia, pero todavía no consiguen que su violencia se apacigue. Por el momento permanecen incrédulos, agotados, contentos, en ese interminamble segundo en el que se ha dado a los palestinos ese sentimiento sencillo, desesperadamente esperado, de ser admitidos en el mundo.
RECUADRO C:
(Por W.G., desde Jericó)-"¿Es verdad que los periodistas pagan para venir en el mismo avión que Yasser Arafat?", pregunta con ingenuidad Abu Sala, un mayor de la nueva policía palestina que goza de especial respeto entre sus camaradas. La historia del mayor Abu Sala de 46 años es la tipica de los veteranos de la OLP. Nacido en la Cisjordania, se alistó como soldado en el Ejército de Liberación de Palestina en 1968, y desde entonces siguió el derrotero de su organización de un país árabe a otro. Primero Jordania, luego Líbano hasta la expulsión de la OLP, Túnez, Siria, Rusia, Corea del Norte, Yemen, Sudán y finalmente Irak durante los últimos cinco años.
En las últimas semanas Abu Sala fue invitado a vistar las casas de altos oficiales del ejército israelí: El destino, que los puso en trincheras diferentes, les enseñó también a respetarse mutuamente. "Nuestros dirigentes políticos no quieren que los combatienes palestinos conozcan Israel, porque tienen miedo de que después no quieran continuar la lucha", confiesa avergonzado otro oficial que también ha vivido en carne propia los sacrificios individuales y colectivos de tres décadas de lucha.
En Bagdad, Abu Sala recibía un salario de 500 dólares al mes y cada 50 días tenía licencia para visitar a su mujer y a sus hijos que todavía viven en un campamento para refugiados en el Líbano. Hoy no sabe de dónde saldrá el dinero para pagar los sueldos. Su hija mayor está por casarse y él no conoce a su futuro yerno. La semana pasada llamó a la esposa y le dijo:"Desde hoy vas a tener que actuar como el hombre de la casa".
El militar abre un sobre blanco y saca los pequeños retratos en blanco y negro de cada uno de sus seis hijos. En Jericó ni siquiera hay viviendas suficientes para los miembros de la nueva policía encargada de la seguridad en esta región autonómica de escasos 386 kilómetros cuadrados y menos aún para sus familias. Su escaso inglés le alcanza para explicar que su peor batalla es la que libra ahora, cada día que se le impone estar lejos de su esposa y sus hijos a quienes no ve desde hace seis meses.
Página/12
05-07-1994