Un periodista de Veintitrés ingresó al mundo oculto de las madrazas en Pakistán, sospechosas de ser escuelas donde se enseña el extremismo islámico. Las palabras de los profesores y alumnos. El combate contra los no creyentes.
Por Walter Goobar
Un rumor rítmico y monótono se adivina a la distancia. Sentados en el suelo, sobre una gastadas esterillas a modo de alfombras, los estudiantes (talibán, en la lengua local) repiten en voz alta los versículos del Corán. La misma rutina se repite en 28.000 madrazas de todo Pakistán, que hospedan a un millón de estudiantes. Por una de esas escuelas coránicas paquistaníes pasaron los cuatro jóvenes londinenses –demasiado occidentalizados para el gusto de sus padres– que en menos de 60 días se convirtieron en bombas humanas dispuestos a dar la vida por un modelo del Islam propio de los tiempos de Mahoma. No son los únicos: en todo Pakistán, en Arabia Saudita, en la Franja de Gaza hay miles dispuestos a seguir su ejemplo. Sólo esperan una orden, una palabra para entrar en acción.
No sé si fue simple instinto periodístico lo que en septiembre de 2001, poco antes de la invasión estadounidense a Afganistán, me llevó a visitar Darul Ulum Haqqania (Centro del Conocimiento), una madraza o seminario coránico donde se habían formado el 80 por ciento de los cuadros dirigentes del ahora depuesto régimen talibán, incluyendo al famoso “Tuerto” Omar. A Darul Ulum se la conoce como la Universidad de la Jihad, la Guerra Santa.
Los chicos de todas las edades recitan en voz alta el Corán. Leen los versos en sus libros y luego ponen los ojos en blanco para no perderse una coma, cabeceando en sus sillas rotas para seguir el ritmo de la melodía. Memorizan y memorizan, sin que nadie les explique lo que están aprendiendo. A fuerza de repetir, las ideas se instalan. “Estos niños ya son talibanes –buscadores de la verdad– desde el momento en que están aprendiendo el Corán”, explica un profesor.
“Estuve memorizando el sagrado Corán durante seis años con la ayuda de dos profesores, hasta que lo metí entero en mi cabeza. Si se sientan a escucharme se lo puedo recitar de principio a fin. Tardo 15 horas”, me dijo con orgullo uno de los estudiantes del seminario coránico.
Las miradas fúnebres y las túnicas les daban a los estudiantes de esta madraza ubicada cerca de la frontera entre Pakistán y Afganistán un aspecto temible. Pero detrás de las barbas y los turbantes sólo había muchachos semianalfabetos en los que se mezclaba el candor de los seminaristas reprimidos y el fanatismo de los oprimidos que, además, sabían disparar ametralladoras y cargar morteros. En ese sentido, los atentados del 11 de septiembre primero, y los de Londres después, marcaron un cambio decisivo: quienes hoy están dispuestos a inmolarse no son solamente rudos pastores semianalfabetos, sino voluntarios de mirada angelical de todas las nacionalidades que han pasado por las mejores escuelas y universidades de Occidente. La excepción que confirma la regla es la de los suicidas de Madrid, que eran delincuentes comunes que se pasaron al integrismo en las cárceles españolas.
Al igual que los fundamentalistas judíos y cristianos, los islámicos hacen una interpretación literal de los respectivos textos sagrados. Los fundamentalistas justifican sus acciones con citas de versículos del Corán así como la colección de hechos y dichos de Mahoma. Uno de los ejemplos que esgrimen es el pasaje que justifica la decapitación de rehenes. Dice el Corán que “cuando te encuentres con los infieles en el campo de batalla, córtales la cabeza” (versículo 47.4). Son los teóricos del wahabismo, apoyados y financiados por Arabia Saudita y los chiitas, apoyados por Irán, los únicos que reivindican los aspectos beligerantes del Islam. Son una minoría dentro del universalismo que predica el Islam, pero cada vez arrastran más adeptos.
En cambio, los teólogos moderados afirman que no hay nada en los textos coránicos que pueda ser utilizado por los extremistas para justificar los atentados suicidas o cualquier otro acto de terrorismo. Cuando los textos abogan por castigos crueles para los infieles, los doctores afirman que hay que leerlos dentro del contexto en el que fueron escritos.
No es el Islam ni tampoco el Corán, sino un código cerrado lo que dio un nuevo sentido a la vida descarriada de estos cuatro chicos londinenses. Se trata de una vieja y dolorosa ecuación que rige la tres cuartas partes del mundo: la miseria, sumada a la injusticia y a la ignorancia, da por resultado misticismo, locura y fanatismo redentor.
El joven que pretendía recitarme el Corán en 15 horas explicó que alcanzó el título de qarhi, es decir, “el que sabe el Corán de memoria”.
Desde las invasiones a Afganistán e Irak, las madrazas sólo tienen un objetivo: la producción de fanáticos desarraigados en nombre de un sombrío cosmopolitismo islámico. Los manuales enseñan que la letra yim del idioma urdu equivale a jihad (guerra santa); la tay, a tope (cañón); la kaaf, a Kalashnikov.
Durante la guerra contra los soviéticos en Afganistán, las madrazas hicieron las veces de centros de reclutamiento con el beneplácito estadounidense. Unas 2.500 madrazas produjeron una cosecha de 225 mil fanáticos dispuestos a matar y morir por su fe cuando sus líderes religiosos se lo pidiesen. Enviados al otro lado de la frontera por el ejército paquistaní, se lanzaban a la batalla contra otros musulmanes.
“Nos sentimos muy honrados de que nuestros antiguos estudiantes hayan alcanzado posiciones tan destacadas en Afganistán y, si Dios quiere, esperamos que los actuales alumnos también lleguen a ser líderes en el futuro”, dijo Hafez ul Haq, director de la escuela.
Dar ul Ulum es en realidad un complejo de edificios que incluye, además del centro de enseñanza principal, un internado, una escuela secundaria y 12 madrazas menores, una de ellas de niñas. En total, cerca de tres mil alumnos cursan allí sus estudios, y más de la mitad son residentes. Hay que tener 12 años para entrar en el nivel más bajo, aunque el grueso de los estudiantes lo constituyen los varones de entre 18 y 32 años que se preparan para ser imanes o profesores de islam. “Ofrecemos tres niveles educativos diferentes: un nivel básico en el que los alumnos memorizan el Corán, las materias de la secundaria con asignaturas añadidas de religión y un master de ocho años en estudios islámicos que permite alcanzar el rango de maulana”, explica Hafez ul Haq.
Un tercio de los estudiantes asiste a la escuela secundaria; un par de centenares, a las clases de recitación del Corán, y 150 son niñas que reciben la instrucción mínima para poder leer el libro sagrado. El resto son estudiosos consagrados a profundizar en las enseñanzas del islam.
Hafez ul Haq no esconde que, además de los principios ideológicos, la escuela tiene también objetivos políticos. “Implantar el islam en Pakistán”, resume.
Las solicitudes para entrar en Dar ul Ulum superan las vacantes. Hafez ul Haq reserva todos los años un cupo para los aspirantes afganos, que constituyen el grupo nacional más numeroso, y también varias decenas de plazas para estudiantes procedentes de Tajikistán, Uzbekistán y Kazajistán. Ninguno paga nada, ni por la enseñanza, ni por el alojamiento, ni por la manutención. ¿De dónde procede la financiación? “Eso es cosa de Dios todopoderoso”, responde Hafez ul Haq. ¿Bin Laden? ¿Al Qaeda? ¿Torres Gemelas?... Las preguntas que le incomodan no las entiende. De todos modos, él y sus alumnos están convencidos de que los atentados del 11 de septiembre fueron solamente una gran conspiración para atacar al islam.
En el estado de nirvana que les produce la lectura del Corán resulta difícil imaginárselos con una mochila cargada de explosivos en el subte de alguna capital occidental. Y, sin embargo, todos dicen estar preparados para la jihad, la defensa sagrada del islam. Esto se ha potenciado después de las invasiones a Afganistán y a Irak y a la hipocresía de Occidente.
A los no creyentes nos está vedado el acceso a las aulas, pero un chico que no debía tener más de diez años me recita un verso del Corán: “De todas las comunidades que hay entre los hombres, tú eres la mejor porque defiendes el bien, prohíbes el mal y crees en Dios”, recita en la puerta de la madraza.
Le preguntó qué significaban aquellas palabras y sonriendo me responde: “La comunidad musulmana de creyentes es la mejor a los ojos de Dios y debemos conseguir, por la fuerza si es necesario, que lo sea también a los ojos de los hombres. Debemos combatir a los no creyentes y a los que, con nombres musulmanes, han adoptado las ideas y las costumbres de los no creyentes. Cuando sea grande, pienso propagar la jihad por todos los medios”.
últimas imágenes de los suicidas
Los suicidas de Londres –Shehzad Tanweer, Hasib Mir Hussain y Mohamad Sidique Khan– aparecen en una imagen tomada por una cámara de seguridad al llegar a la estación de Luton, en la mañana de los atentados. Los tres estudiaron en escuelas coránicas paquistaníes. Los familiares de los suicidas dicen que en las escuelas coránicas “les lavaron el cerebro”. Arriba a la derecha, una imagen de Magdi Mahmoud al Nashar, el químico detenido en El Cairo acusado de preparar los explosivos utilizados en los atentados.
La escuela londinense
Beeston, el barrio donde viven unas 16 mil personas y se hablan 20 lenguas diferentes, se convirtió en el epicentro de la investigación de los atentados del 7 de julio. Allí está la otra escuela-centro comunitario donde se reunían los jóvenes que se inmolaron en los ataques, el Hamara Center. En ese centro juvenil, Mohamed Sidique Khan, el profesor de 30 años sospechoso de ser el mentor y líder del comando suicida, se veía muy a menudo con Hasib Mir Hussain y Shehzad Tanweer en los meses anteriores a los atentados. “Khan era un trabajador social, él nos mantenía lejos de las drogas y de los problemas de las calles”, declaró al diario El País un joven paquistaní que asistía al Hamara Center y que lo definió como “un espacio multicultural que ayuda a la comunidad”. Pero los investigadores británicos recogieron testimonios sobre “encuentros y encuentros” en el centro Hamara, “sin que se llevase a cabo ninguna actividad juvenil”. Khan fue investigado en 2004 por los servicios secretos británicos (el MI5), pero estos consideraron que no era una amenaza.
Los servicios hicieron una comprobación rutinaria de su identidad, tras descubrir la preparación de un ataque contra una discoteca en el londinense barrio de Soho, pero juzgaron que su vínculo con los conspiradores era “indirecto” y no volvieron a prestar atención a las actividades del hombre, que hizo estallar la bomba en la estación del metro de Edgward Road.
Revista Veintitrés
Numero edicion: 367 21/07/2005