Un día en uno de los campos que amontona a los afganos que huyen de la guerra
Por Walter Goobar, enviado especial a Pakistán
Vagaba por el polvoriento campo de refugiados con la mirada perdida. Sobre la cabeza llevaba los harapos de una bolsa de arpillera que la protegían del sol abrasador. En un primer momento pensé que la chica era autista pero cuando tironeó de mi chaleco y me miró fijamente me di cuenta que sólo tenía hambre: “Mi mamá está muerta”, me dijo. “Mi papá se fue hace dos años a buscar trabajo y comida pero nunca volvió. No tengo qué comer.” Aunque sus vecinos aseguran que Mabibi tiene 12 años, ella ni siquiera está segura sobre su propia edad. Lo que más le preocupa es que tiene que oficiar de madre para sus dos hermanos de 7 y 10 años. De noche, los tres chicos se acurrucan en el piso de una carpa improvisada con bolsas de arpillera, pedazos de alfombra y mantas. Mabibi y sus hermanos matan el hambre robándoles comida a las ratas: con sus manos escarban la tierra para robar los granos que los roedores han almacenado en sus madrigueras.
Los campos de refugiados afganos son una representación del Infierno sobre la Tierra. La falta de agua potable, los días de calor abrasador y las gélidas noches han disparado las tasas de mortalidad infantil. Las condiciones sanitarias y alimentarias son tan malas que las autoridades paquistaníes han prohibido el ingreso de periodistas a los campos. Con todo, impresiona la sobriedad y la entereza con que los refugiados hablan sobre las condiciones infrahumanas en las que sobrevivieron a la brutal represión de los talibanes antes, y a los campos de refugiados paquistaníes ahora.
Hace tres días que Hamid y su familia escaparon de Kabul y atravesaron la frontera con Pakistán. Desde entonces sólo ha comido una vez. Hamid tiene 19 años, pero ha sido el jefe de la familia desde que su padre murió hace cinco años. “Lo mató una bala de mortero que cayó en el mercado donde trabajaba. Puse su cuerpo en un carrito y lo llevé a casa. Fue poco antes de que los talibanes ocuparan Kabul”, rememora. Al igual que muchos otros afganos, en un primer momento Hamid creyó que con el nuevo régimen llegaría la paz, pero trajeron la paz talibán, la paz del terror.
En la mayoría de las zonas sometidas al control talibán no hubo más combates pero sí una represión feroz. Después de desarmar a los ciudadanos, dieron instrucciones a la población civil: tenían 15 días para bajar a la calle los aparatos de televisión y de video para que fueran destruidos; estaba prohibido escuchar música, celebrar fiestas, leer libros censurados, sacar o dejarse sacar fotos, jugar a las cartas o al ajedrez, jugar con muñecas o remontar un barrilete.
“Mi vida no cambió demasiado, porque mi familia no tenía televisión ni dinero para ninguna otra diversión que los talibanes prohibieron”, dice Hamid, quien desde su llegada a Pakistán se ha afeitado la barba: “En Afganistán uno podía ir preso por afeitarse”, dice con un gesto de rebeldía.
–¿Por qué huyeron?
–Oímos que los norteamericanos iban a atacar y me dio miedo que los talibanes me enviaran al combate. No tengo nadie que me proteja y tengo que ocuparme de mi madre y mis hermanas. Lo único que podíamos hacer era abandonar el país –dice Hamid, flanqueado por su madre que tiene 54 años pero que parece una anciana.
Los talibanes no reconstruyeron nada, ni siquiera retiraron de los caminos los desechos de las batallas que se libraron hace más de siete años. No gobiernan el país, se limitan a ocuparlo por medio de la violencia. No tienen ningún programa de gobierno, ningún proyecto de futuro. Son una facción violenta, formada en su mayor parte por hombres muy jóvenes y analfabetos cuyo único trabajo es patrullar, sembrar el terror y la destrucción y combatir contra las tropas de la Alianza del Norte, la formación que aglutina a las otras facciones fundamentalistas que contribuyeron a la destrucción del país, luchando entre sí y masacrando a la población civil.
A la hora de hablar sobre sus vidas y en particular sobre la forma en que huyeron de Afganistán, muchos refugiados se muestran reticentes y desconfiados. Para la mayoría, la experiencia es demasiado reciente y traumática para ser contada a desconocidos. Han llegado con lo puesto. La ropa, los niños, la vida. Tenían poco para llevar en un viaje tan incierto. Atrás han dejado los dramas de familiares y amigos aterrorizados por la amenaza de los ataques, pero que no han podido salir.
Hamid y su familia gastaron sus últimos ahorros para pagar los boletos desde Kabul hasta Torkham, vía Jalalabad. “Allí pasamos dos noches, hasta que conseguimos que unos contrabandistas nos ayudaran a cruzar la frontera. Salimos el jueves a las seis de la mañana y atravesamos las montañas a pie; sólo los ancianos viajaron a lomo de burro. Aunque mi madre tiene dificultades para caminar, yo no tenía suficiente dinero para alquilar un burro y tuvimos que ayudarla a caminar”, relata Hamid.
“Fue muy duro, sobre todo cuando llegamos a un desfiladero muy estrecho; una mujer se desmayó y se le cayó el niño. Menos mal que un hombre pudo rescatarlo”, prosigue Hamid.
Los relatos se repiten. Las historias son parecidas y a la vez únicas: miedo, angustia, odiseas personales para cruzar la frontera, el abuso de los contrabandistas. Para escapar, los afganos tienen que pagar fortunas a los contrabandistas y sobornar a la policía fronteriza que sólo acepta rupias paquistaníes. “Cuando llegamos a Peshawar llevábamos 24 horas sin comer ni beber y con el miedo metido en el cuerpo”, dice Hamid. “De haber conocido las dificultades, no habríamos venido.”
“La gente no hablaba de otra cosa en Kabul; todo el mundo decía que los norteamericanos iban a atacar”, explican. “Algunos hemos venido a Pakistán, pero muchos se han ido a sus pueblos.”
“No sé lo que pasará y no me importa quién mande después, lo importante es que tengamos paz”, pide un anciano.
–¿Y la Alianza del Norte?
–No son mejores que los talibanes –coinciden todos ellos.
“¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Los occidentales no entienden nada!”–Mohamid Ghulam se lleva las manos a la cabeza mientras contempla las imágenes de televisión: los avances militares de la Alianza del Norte, seguidas de otras sobre los preparativos bélicos norteamericanos.
“La Alianza del Norte ya gobernó Kabul, entre 1992 y 1996, hasta que los talibanes los echaron. ¿Y qué hicieron? Saquear, luchar entre sí, devastar las ciudades”, dice este hombre de profundos ojos negros y frondosos bigotes que le otorgan una inconfundible fisonomía pushtún.
Para Ghulam, los opositores a los talibanes son lo mismo que los talibanes, “con la diferencia de que las potencias occidentales los apoyan”, dice. Ghulam no está ni con unos ni con otros, pero teme que una intervención extranjera empeore aún más las cosas en su país.
“Si se limitan a bombardear generarán un odio que servirá a los talibanes, que ahora no son queridos, para consolidarse”, advierte. En un país sin medios de comunicación, donde la inmensa mayoría de la población no dispone de radio ni televisión y donde “sólo se ha quedado gente pobre y analfabeta”, la amenaza militar estadounidense puede fácilmente percibirse como un ataque de los infieles a la independencia nacional.
“El objetivo tal vez sean los talibanes, pero está claro que afectará a muchas personas que no lo son”, advierte Najibullah, un maestro de 42 años que abandonó la capital afgana y ahora vende verduras y vive en una pieza de barro.
Ya antes de la crisis desencadenada como consecuencia de los atentados, un informe de Naciones Unidas estimaba que entre 5,5 y 6 millones de afganos son víctimas de la sequía y de la hambruna que asola a varias regiones de Afganistán. El informe también advertía que el país se encaminaba hacia un “desastre humanitario de enormes proporciones”.
Afganistán nunca ha sido un país rico, pero ahora está completamente arrasado tras 23 años de guerra. La agricultura, que le permitía autoabastecerse, se ha perdido. Muchos de sus campos están minados, otros se han reconvertido al cultivo del opio que financia a los talibanes. Y la sequía que azota al país desde hace tres años ha hecho el resto. La incipiente industria ha desaparecido. Las escasas fábricas de las afueras de Kabul están bombardeadas y en ruinas. La infraestructura también ha desaparecido. Los caminos han sido bombardeados. Las centrales eléctricas están averiadas y abandonadas. Ni siquiera existe el servicio de correos. Los edificios, museos, monumentos y cines muestran el grado de destrucción en que se encuentra sumido todo Afganistán.
Testigos presenciales aseguran que la mitad de la población de la ciudad de Jalalabad, ubicada al norte del país, y de Kandahar, situada al sur, ha escapado. También en Kabul, la capital de Afganistán que tiene 1,5 millones de habitantes, ha comenzado el éxodo. Los que tienen visas y dinero se dirigen a las fronteras, mientras que las familias más humildes se han replegado al campo, dejando algún pariente para custodiar los bienes. Pero los organismos humanitarios calculan que si Estados Unidos ataca a Afganistán, un millón de nuevos refugiados desbordará la frontera paquistaní que ya alberga a dos millones de afganos.
“Se avecina una terrible tragedia humanitaria, pero lo más trágico es ver que el país que las grandes potencias de todos los tiempos han querido conquistar, anexar o destruir, ha sido puesto de rodillas por el hambre”
Revista Veintitrés
Numero edicion: 169 02/04/2001