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VEINTITRÉS EN PAKISTÁN

“El llanto acaba de empezar”

Qué se discute en los bares de Islamabad. Qué dicen en las escuelas talibanes. Cuánta simpatía genera Bin Laden dentro del principal aliado norteamericano. Walter Goobar cuenta cómo es el frente de la guerra entre Dios y el Diablo (sean quienes fueren).


Por Walter Goobar, enviado especial a Islamabad
Vaya pensando una ruta alternativa de escape para cuando no haya vuelos”, susurró uno de los asistentes de cabina poco antes que el Boeing de Air Gulf tocara tierra en Islamabad, la capital de Pakistán, el país que en cuestión de horas, o días, se convertirá en la puerta de entrada del ataque norteamericano contra los talibanes afganos. A modo de despedida, el empleado de la Gulf trajo una bolsa de free shop que contenía dos botellas de agua mineral: “Llévelas, le aseguro que las va a necesitar”, dijo con un tono grave que no sonó exagerado. Bastó poner pie en tierra para comprender que la advertencia no era un acto de histrionismo mediooriental. El mundo occidental en general y Estados Unidos en particular no han podido ver más allá de lo que la atrocidad de los atentados del 11 de setiembre les ha permitido. Demasiado ocupado en satanizar al enemigo, el mundo occidental no parece capaz de entender que el movimiento islámico opera en niveles mucho más profundo que los secuestros y los asesinatos masivos. Tampoco parecen dispuestos a confesar algo más grave: que el despliegue bélico estadounidense, en lugar de intimidar al fundamentalismo, lo ha estimulado y renovado sus razones para existir. Nadie parece dispuesto a confesiones cuando las armas están listas para dar la señal de largada a la primera guerra del siglo XXI. Una tragedia en tiempo real.
“EE.UU. no es una superpotencia. Rusia no es una superpotencia. Dios es la única superpotencia”, reza la tapa de una revista que lleva una foto de Osama Bin Laden. Es en las calles y los mercados populares donde mejor se percibe cómo Osama Bin Laden se ha convertido en un héroe mítico para millones de musulmanes. Hay cassettes con letras en su honor, remeras con su imagen y hasta videos que ensalzan su vida. Una de las facetas desconocidas sobre su vida es su amor por la poesía. En febrero de este año, cuando participó de la boda de su hijo, el terrorista más buscado del mundo leyó en público una poesía que haría descomponerse a Hannibal Lecter. Refiriéndose elípticamente al submarino USS Cole, atacado por su grupo mientras estaba anclado en el puerto de Adén, Yemen, Bin Laden homenajeó a los novios con esta pieza lírica:
“Las partes de los cuerpos de los infieles volaban como partículas de polvo
Si ustedes lo hubieran podido comprobar con sus propios ojos,
Lo habrían visto con agrado,
Y sus corazones se hubieran llenado de alegría”.
Sin embargo, en Islamabad, Karachi, Peshawar o Quetta, se hacen colectas de apoyo a los talibanes afganos: los ricos donan su dinero para la causa y los pobres aportan sus vidas enrolándose en los grupos integristas que libran la Guerra Santa.
La sociedad paquistaní, que durante los ’70 y los ’80 atrajo las simpatías de EE.UU. por su interpretación liberal de la religión, se ha islamizado. Los hombres se dejan crecer la barba, rezan cinco veces al día orientando sus plegarias hacia La Meca y han redescubierto las ventajas de que las mujeres lleven la cara cubierta con un velo o de que se les prohíba ir al cine. Todo esto es el resultado de la influencia de los partidos religiosos, pero también de la desilusión hacia la sociedad laica: gobiernos corruptos, falta de perspectivas para un futuro que se ve tan global como sombrío.
“Osama Bin Laden se ha convertido en un héroe para miles de jóvenes decepcionados. Él les da un sentido a su vida mostrándoles que se puede desafiar a Occidente e imaginar una sociedad islámica. Si en cambio les dieran una educación y una visa para EE.UU., se olvidarían rápidamente de todas esas ideas”, escribe el periodista Imtiaz Gul, que conoce bien el submundo del integrismo islámico.
Aunque la gente trata de hacer una vida normal, el rumor de la guerra se percibe como el de una tormenta que se avecina. La gente trabaja, estudia, hace deportes y sólo en la intimidad confiesa que ya ha comprado provisiones y sacado los ahorros del banco. Muchos han decidido evacuar a las mujeres y los niños al campo, calculando que allí estarán más seguros, pero cuando estallan los debates se percibe la línea de fractura que divide al país:
“Si George Bush pudiera convertirse en un talibán, todo sería más sencillo para nosotros. Seguramente lo adoraríamos”, reflexiona con ironía un comerciante que por primera vez en su vida ha venido a la capital para cumplir el sueño de conocer la mezquita Faisal, construida por el monarca saudita. La sutil humorada del comerciante refleja la paradoja de un país seducido por el discurso fundamentalista, que tiene un gobierno amigo de los talibanes pero ha sido convertido en un aliado forzoso de EE.UU. y en una pieza clave de su aparato militar y de inteligencia.
“Estados Unidos puede capturar o matar a Osama Bin Laden pero al día siguiente habrá diez nuevos Bin Laden”, advierte el ex jefe de los servicios de inteligencia paquistaníes, Hamit Gul: “Para prevenir futuros atentados, EE.UU. debería repensar las causas que los originan: desprenderse de la idea de que su modelo es el único viable, comprender que existen otros valores, otras opciones de vida y de pensamiento; otras creencias respetables. El sentimiento de superioridad de los norteamericanos ofende al resto de los pueblos. Al fin y al cabo, sólo son un 4 por ciento de la población mundial”, agrega el veterano espía que dirigió el único servicio de inteligencia que conoce al dedillo las redes secretas de Bin Laden, entre otras cosas porque ayudó a crearlas.
Aunque el país será el primer blanco de los misiles Scud de los talibanes, en Pakistán nadie piensa en máscaras de gas ni mira de manera ansiosa el cielo. El paradero de Bin Laden es lo que obsesiona a los parroquianos de los cafés y las confiterías. Sorbiendo despacio sus vasos de té de menta, se disputan verdades y rumores, fábulas y noticias. Hay quien asegura que se lo ha visto montado a caballo internándose en las montañas junto con una tropa de 500 combatientes de elite. Otros apuestan a que huyó a Sudán o que está en un refugio ubicado cerca de Uzbequistán. Un hombre maduro que parece solvente argumenta que está en Jost porque allí construyó un complejo de túneles donde tiene su arsenal, campo de entrenamiento y hospital de campaña. Todos hablan con la convicción de testigos presenciales.
“Los talibanes se están infiltrando entre la marea humana de refugiados que llegan a Afganistán. Cuando suene el primer disparo convertirán a este país –que los ha traicionado– en un frente de guerra... y sus primeros blancos serán los pocos occidentales que no han abandonado el país”, predice el representante de una organización no gubernamental cristiana que vive aquí hace más de tres años.
Otro misterio es qué posición adoptará el ejército, que está dominado por los fundamentalistas, si se produce una insurrección popular cuando comiencen los bombardeos en Afganistán. El actual gobierno presidido por Parvez Musharaf es una dictadura militar que al aliarse con EE.UU. perdió su principal base de sustentación, que eran justamente los partidos religiosos que apoyan al movimiento talibán. “Es fácil entrar en Afganistán. Lo difícil es salir”, sonríe socarronamente el general y espía Hamit Gul, negándose a vaticinar el desenlace de una guerra.
Para muchos especialistas en el tema, como el periodista Ahmed Rashid, autor de un excelente libro sobre los talibanes, “la definitiva talibanización de Pakistán es sólo una cuestión de tiempo”: “Los norteamericanos nunca dieron importancia a resolver la cuestión de Afganistán. Lo que les interesaba era la captura de Bin Laden”, dice Rashid.
A cien kilómetros de Islamabad y a igual distancia de la frontera con Afganistán se alza una de las 28.000 escuelas del Corán que instruyen a tres millones de estudiantes en Pakistán. Pero Akhora Khatak tiene el dudoso privilegio de que fue allí donde nació el movimiento talibán que tomó ese nombre de su condición de estudiantes islámicos. Un 80 por ciento de los dirigentes –incluido el número dos del régimen, el premier Mohamed Hassan, Abdul Kabir, varios miembros del gobierno y docenas de jefes militares, funcionarios y jueces– ha pasado por esta escuela coránica.
“Nos sentimos muy honrados de que nuestros antiguos estudiantes hayan alcanzado posiciones tan destacadas en la administración de Afganistán y, si Dios quiere, esperamos que los actuales alumnos también lleguen a ser líderes en el futuro”, declara el director, que además es amigo, consejero y confidente del jeque Mohamed Omar, líder de los talibanes afganos.
Los estudiantes visten al estilo tradicional de la zona: pantalones flojos y casacas largas. Todos llevan barba porque “el profeta llevaba barba”. Por momentos, resulta difícil imaginárselos con las armas en la mano pero todos dicen estar dispuestos a morir en una Guerra Santa contra los infieles. “Todos, iremos todos; no hay forma humana de impedírnoslo”, jura un alumno.
–¿Reciben también instrucción militar?
–No, no hace falta, después de 22 años de guerra, los afganos saben cómo luchar sin necesidad de enseñarles.
Ninguno de los tres mil alumnos de diversas nacionalidades que estudia en Akhora Khatak paga nada, ni por la enseñanza, ni por el alojamiento, ni por la manutención. Cuando alguien pregunta de dónde procede la financiación, la única respuesta que se recibe es que eso “es cosa de Dios todopoderoso”.
Según Rashid, “los talibanes son producto de la última generación que vivió el conflicto contra la URSS. Son hijos de granjeros humildes que no tenían capacidad de gobierno y tampoco la tienen ahora. No quieren gobernar, pensando que todo será la voluntad de Dios, pero si quisieran tampoco sabrían hacerlo”.
El legado de los talibanes consiste en una nueva generación totalmente analfabeta, que no conoce más que la guerra y a la que no se le han transmitido valores tradicionales, sino una idea de Islam. Ellos pueden ser peor que los talibanes.
Abdul Rashid, un ex policía de Kabul, escuchó hace unos días en la radio que EE.UU. planeaba bombardear Afganistán, y aterrorizado subió a su mujer y sus cinco hijos a un micro que los llevó hasta la frontera. Hace algunos días logró cruzar a Pakistán. El refugiado cuenta que casi la mitad de sus vecinos han huido desde que la amenaza de bombardeo se concretó. Los que tienen dinero cruzan a Pakistán y los otros se trasladan a aldeas del interior. “Todos tienen miedo. Sabemos que esta no va a ser una batalla más”, dice mientras gesticula indicando la testarudez de los talibanes. Otro refugiado cuenta que junto a otras cincuenta familias escaparon de su aldea y que tuvieron que vender cinco ovejas, tres vacas, dos burros y un caballo para pagar al guía que los cruzó en uno de los tantos pasos ubicado en los 2.500 kilómetros de frontera. “Queremos paz para Afganistán. Hemos tenido demasiada guerra”, dice Naim. Los miles de afganos que llegan a Pakistán transmiten una sensación de impotencia y amargura: se sienten abandonados por los talibanes y sospechados –cuando no rechazados– por la superpotencia que ya los había abandonado cuando su país dejó de ser un campo de batalla de la Guerra Fría.
Afganistán tiene fama de ser un país de lágrimas infinitas. El llanto acaba de empezar.
Revista Veintitres
Numero edicion: 168 02/07/2001


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