El camino que lleva al cuartel de Yasser Arafat en la ciudad cisjordana de Ramallah trepa desde el ruidoso centro de la ciudad hacia los suburbios ubicados en las colinas donde viven los palestinos más adinerados.
Por Walter Goobar desde Ramallah
En la cima de la colina hay un giro cerrado desde donde se divisa uno de los muros del muqata, el pequeño barrio de edificios interconectados donde Yasser Arafat tiene su comando. El ejército israelí ni siquiera se molestó en romper el portón hace dos meses cuando tomó a sangre y fuego el reducto del máximo líder palestino. Desde entonces, el camino que conduce al comando de Arafat es también el camino que conduce a la guerra y la desesperación. La humillación y el resentimiento se respiran en el aire mucho antes de llegar al reducto de Arafat. Comienza en el preciso instante en que uno tiene que cruzar a pie el primero de los innumerables puestos de control cada palestino, sea hombre, mujer, niño o anciano es sometidos a revisaciones vejatorias, se acrecienta cuando a las parturientas no se les permite llegar a los hospitales a tiempo para dar a luz, cuando se deniegan el permiso para asistir a un funeral o cuando hay que apurar los casamientos para no violar el toque de queda que cada día comienza a una hora distinta.
“Toda la sociedad palestina se ha visto afectada por la estrategia del castigo masivo implementada por los israelíes”, dice a Veintitrés el escritor Izzat Gazzawi, presidente de la Unión de Escritores Palestinos. “Esto es tremendo, porque los inocentes sienten que son castigados por delitos que no han cometido”.
Desde hace dos años Gazzawi no puede ir en auto a la Universidad de Bir Zeit donde enseña literatura. Tiene que tomar un taxi colectivo, caminar un kilómetro a pie para cruzar el puesto de control y tomar otro taxi del otro lado para llegar a su trabajo. “Los terroristas no cruzan por el puesto de control porque tienen sus propias vías, pero la humillación que sufrimos a diario es suficiente para que uno de cada mil jóvenes que cruzan esos puestos termine convirtiéndose en un suicida. Es la cultura de la desesperación: cuando un joven graduado de la universidad no puede conseguir trabajo, no tiene una vivienda, no se puede casar sino que tiene que ir a pedir dinero a sus padres, la única alternativa que le queda es la de convertirse en mártir.”
Ser israelí tampoco resulta fácil en estos días: caminar por una peatonal, entrar a una estación de micros o a un shopping produce un escalofrío en la columna vertebral que nos recuerda que de cualquier parte puede aparecer un hombre-bomba que convertirá el lugar en un infierno. Cualquier paseo con un israelí se torna en un permanente recordatorio del horror: “esa esquina la volaron cuatro veces...aquél restaurante acaba de ser reconstruido...”. “La desocupación es del 11 por ciento en Israel y si no tuviéramos tanta gente empleada en seguridad seguramente superaría un 17 por ciento”, me dice un funcionario del gobierno antes de que registren por enési,a vez nuestros bolsos y nos pregunten si llevamos armas. Sentarse a tomar un café en cualquier area concurrida de Jerusalén o de Tel Aviv –que fue donde se detonaron los dos últimos suicidas -, produce una sensación parecida a jugar a la ruleta rusa. La pregunta que todos se hacen es ¿cómo se llegó a esto?
En septiembre de 2000, al principio del levantamiento popular, provocado por un eñ capricho del actual primer ministro Ariel Sharon, que decidió pasear por el tercer lugar más sagrado del Islám, tanto los líderes de la insurrección palestina como funcionarios y militares israelíes coincidían en que la violencia de uno y otro lado formaba parte de un proceso de negociación para llegar a un acuerdo final en Camp David. Nadie creía ni esperaba que la violencia derivara en una guerra abierta, pero eso fue lo que ocurrió.
En el Centro Cultural Jalil Shakakini que está ubicado en una preciosa casona de piedra sobre las colinas de Ramallah, su directora Adila Laidi muestra las fotos de los destrozos causados durante la última incursión de las tropas israelíes: “Rompíeron muebles, computadoras, cuadros, todo....” Tal vez su máximo delito haya sido ponerle caras a la muerte para preservar la memoria: al igual que los familiares de la AMIA en la Argentina, el Centro recolectó fotos y objetos de los primeros cien muertos en loa insurrección. En una de las tres coquetas salas se expusieron las zapatillas de Mohamed Al Durra, el niño de 12 años que murió frente a las cámaras de televisión en Gaza en brazos de su padre; había pelotas de fútbol, guantes de boxeo, fotos de bodas, textos del Corán, objetos que hablaban de sus vidas. No sus muertes. “Hemos rescatado sus sueños, sus esperanzas a través de objetos, de anécdotas”, cuenta Adila Laidi que cada tarde participa en las manifestaciones de mujeres que desafían los arbitrarios toques de queda. Pese a las notables diferencias entre sí, las víctimas tenían demasiadas cosas en común: el desarraigo, el exilio, los campos de refugiados, las casas demolidas, los muertos de la primera insurrección, las cárceles israelíes y la falta de derechos.
Con estancamiento de las negociaciones, la insurrección se fue transformando: los chicos palestinos que arrojaban piedras a los colonos y fueron diezmados por docenas por los fusiles de los soldados israelíes, fueron relevados – primero -, por francotiradores veinteañeros de las milicias y más tarde por miembros de la policía y los organismos de seguridad de la Autoridad Nacional Palestina. Los atentados suicidas que antes eran ocasionales y esporádicos se tornaron cada vez más frecuentes.
En respuesta a los atentados, tanques y blindados israelíes comenzaron a realizar incursiones punitivas en las ciudades de Gaza y Cisjordania. El espiral de violencia se tornó imparable: lo que comenzó como una negociación violenta en torno a un proceso de paz estancado, hacia fines del año pasado adquirió un nuevo significado para ambas partes. De lo que se trata ahora es de una carrera imparable para ver quien causa más daño, dolor y muerte al otro. Lo que está en juego – se justifican los más duros en ambas trincheras -, es la existencia de sus respectivos pueblos en la Tierra Prometida.
Esta visión apocalíptica inicialmente fue articulada de manera más insistente por los israelíes, fue seguida por los palestinos que tienen sobradas razones para desconfiar de Ariel Sharon, un hombre a quien la propia Corte Suprema de Israel declaró incapáz para gobernar. Los palestinos – e incluso muchos israelíes -, tienen sobradas razones para creer que Sharon está empeñado en acabar con la Autoridad Nacional Palestina a cualquier precio y que quiere fracturar su dirigencia para remplazarla por una constelación de ciudades palestinas administradas de manera local, pero sin ninguna función de Estado. El punto de inflexión que abrió la puerta para la invasión abierta, fue el sangriento atentado registrado en la ciudad de Natanya durante las últimas Pascuas que dejó un saldo de 22 muertos. La extraña aritmética del terror que ambos bandos cultivan puntillosamente revela que desde septiembre de 2000 han muerto casi 600 israelíes y más de dos mil palestinos.
La clave de la escalada militar y de la ferocidad con que Sharon y Arafat actúan solo se puede explicar en la debilidad de ambos: la autoridad de Arafat se fue erosionando durante los dos años de Intifada que ha dado nuevo impulso y poder a las agrupaciones palestinas más radicales como Hamas y la Jihad Islámica. Aunque nadie duda de su honestidad personal, Arafat tampoco ha sido un buen administrador ni un buen constructor del Estado. La doctora Hannan Ashrawi, que fue una de las primeras negociadoras palestinas durante el proceso de paz y luego se apartó admite que ¡Arafat no es el problema, pero está rodeado de corruptos”. El PBI per capita de los palestinos que a comienzos de la Autonomía alcanzaba los 1.000 dólares anuales y aumentó durante los primeros años de euforia, hoy debido al cierre de fronteras con Israel está por debajo de aquellos valores históricos mientras que el de los israelíes alcanza a 16.000 dólares anuales.
Para Sharon el problema ha sido igualmente grave: el ex general de 74 años no logra brindar la seguridad que prometió a sus votantes, por eso en cada oportunidad recurre a represalias más extremas y estas son avaladas por buena parte de la sociedad que se ha visto desencantada con las promesas de la izquierda. Hace dos meses mando a su ejército, que es uno de los más poderosos del mundo a enfrentar a un solo hombre y este martes no trepidó en disparar misiles desde aviones F-16 contra un edificio de departamentos para acabar con Salah Shahada, un lider militar de Hamas. El atentado que Sharon describió como exitoso, se cobró la vida de 14 civiles y varios niños,l se produjo en el momento en que Hamas iba a suspender los atentados suicidas dentro de Israel. Ahora prometen vengarse sembrando las calles de Israel de cadáveres. La lógica del ojo por ojo no tiene fin. Se ha iniciado una nueva partida en el dominó de la muerte en el que cada una de las partes le hace el juego a la otra.
“Creo que nos están humillando tanto que nos están transformando en suicidas”, dice el escritor Izzat Gazzawi:” Yo no quiero suicidas en las calles de Jerusalén o de Tel Aviv. Es humillante que se conviertan en suicidas y maten gente. En última instancia, no es por los israelíes sino por nosotros mismos que no queremos deshumanizarnos.”
Revista Veintitrés
24-07-2002