Si “lo bueno esta por llegar”, tal como prometió en la noche del triunfo, es improbable que esto ocurra en las relaciones entre Washington y América Latina.
Por Walter Goobar
La elección del presidente de Estados Unidos afecta más la vida diaria de un campesino salvadoreño, paraguayo o peruano que la de un agricultor en Idaho, afecta más el futuro de un iraquí, un chileno o un boliviano, que la del minero de Nevada. Pero ninguno de ellos pueden votar para elegir al hombre cuyas decisiones serán tan influyentes en sus vidas. Muchos norteamericanos ni siquiera entienden por qué a los demás habitantes del planeta les importa tanto la elección de un hombre que sólo ha asesinado a 10.000 afganos, 5.000 Iraquíes, está matando de hambre a 75 millones de Iraníes vía sanciones, supervisa personalmente ejecuciones arbitrarias de ciudadanos estadounidenses y promete una amplia lista de asesinatos selectivos, y que además del Nobel de la Paz ha batido un récord deteniendo, encarcelando y expulsando a un millón y medio de inmigrantes durante su primer período en la Casa Blanca.
En sus segundos mandatos, los presidentes de Estados Unidos suelen apostar más por la política exterior. Durante los primeros cuatro años se centran en los problemas internos. Durante los siguientes, ya sin posibilidad de renovar otra vez, piensan en entrar en la Historia. Y para eso necesitan actuar más allá de sus fronteras. Según los analistas, Barack Obama cumplirá con esta premisa, porque su política interna estará signada por el inmovilismo y la obstrucción a la que ya lo tiene acostumbrado un Congreso en manos republicanas. A menos que se decida a cogobernar con los republicanos de manera más abierta que hasta ahora. Si “lo mejor está por llegar” –según prometió la noche del triunfo–, podrá verse con la designación de los reemplazantes para los tres miembros más influyentes de su gabinete: la secretaria de Estado, Hillary Clinton que pretende candidatearse en 2016, el titular del Pentágono, León Panetta y el secretario del Tesoro, Timothy Geithner en un momento en que la primera batalla política será la del “precipicio fiscal”.
La esperanza de que un Obama reelecto se juegue en su último mandato por cumplir con sus promesas de hace cuatro años, como el cierre de la base militar en Guantánamo, la flexibilización del bloqueo contra Cuba, un reencuentro con América latina (reiterado incluso en la V Cumbre de las Américas en Trinidad Tobago de abril de 2009) y otros, hay que tomarlo con pinzas y asignarle una mínima posibilidad de convertirse en realidad.
Si –como dijo el triunfante Obama “lo mejor está por llegar”–, no será precisamente en América latina. Para muestra, basta un botón: hace pocos días se conoció, por medio del ex embajador del Reino Unido en Uzbekistan, Craig Muray, que el fondo de 87 millones de dólares constituido por la CIA para desestabilizar al presidente ecuatoriano Rafael Correa e impedir su reelección en febrero de 2013, ha sido triplicado luego que el presidente venezolano Hugo Chávez saliera victorioso en las elecciones del domingo 7 de octubre.
Esa revelación no es una sorpresa, porque se sabe que Estados Unidos destina millones de dólares para sus campañas de desestabilización contra Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, en las que los medios de comunicación juegan un papel clave para construir matrices de opinión contrarias a los procesos que viven esos países.
Para el complejo militar-industrial es vital la recuperación de su hegemonía en América latina y pasa por revertir la creciente tendencia latinoamericanista que está contagiando –al impulso de los países miembros del ALBA– a gobiernos progresistas y de derecha que buscan construir un espacio de mayor autonomía ante los Estados Unidos.
Estados Unidos viene perdiendo terreno en América latina. A partir de la Cumbre de las Américas, realizada en Mar del Plata en 2005, ha tenido que enfrentar una creciente ola contestataria de pueblos y gobiernos que le dicen cosas que nunca antes solía oirse. Una de ellas, la advertencia –formulada en Cartagena de Indias en abril de este año– de que no habrá otra Cumbre de las Américas si Cuba no está presente. Económicamente, el incremento de las relaciones comerciales intra-regionales y la apertura de otros mercados, como la China, cuya demanda de materias primas no cesa de aumentar, ha disminuido relativamente el peso específico de Estados Unidos en el continente.
Para Obama, la Doctrina Monroe sigue vigente: no en vano durante su primer mandato, ha sembrado su patio trasero de bases del Comando Sur, el brazo ejecutor del Pentágono en la región.
Independientemente de quien remplace en enero a Hillary Clinton como secretaria de Estado, las relaciones con el Hemisferio las maneja el Pentágono, que desde la década de los ’80 tiene secuestrado al Departamento de Estado, sin que eso signifique que los titulares de la Casa Blanca no hayan participado en los golpes de Estado fallidos –como Venezuela y Ecuador–, o exitosos, como Honduras y Paraguay.
La guerra permanente contra Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega se va a mantener. El hilo conductor de esa política es la estrategia de la guerra de baja intensidad, concebida por Reagan en los ’80 y resignificada después por Clinton, los Bush y Obama a través del Plan Colombia, la Iniciativa Mérida y la siempre vigente y fracasada “Guerra Internacional contra las Drogas” que seguirá vigente.
La lista de posibles reemplazantes para Clinton, Panetta y Geithner indica en que grado un Obama recargado estará dispuesto a ejercer el “poder inteligente”, un eufemismo para el más puro y rancio intervencionismo que ha signado la historia de Washington con la región.
Una posible sucesora de Clinton es Susan Rice. La embajadora de Estados Unidos en la ONU que es una ferviente partidaria de “intervenciones humanitarias”. Fue una de las mayores defensoras de la intervención de la OTAN en Libia para derrocar a Mohammar Khadafi. Otro en carrera es John Kerry. Su discurso en la Convención Demócrata fue una presentación de su candidatura para ser secretario de Estado.
Entre los posibles sucesores de Leon Pannetta como secretario de Defensa, figura la exnúmero tres del Pentágono, Michele Flournoy, quien se convertiría en la primera mujer en ocupar el puesto. Otro nominado es Ash Carter, actual número dos y especialista en asuntos presupuestarios, un tema que encabezará las prioridades de Obama hasta fines de diciembre por la amenaza del “precipicio fiscal” que se avecina.
Para el Tesoro, se barajan varios nombres: Jacob Lew es un experto en materia presupuestaria; Erskine Bowles quien junto con el ex senador republicano Alan Simpson, es autor de un plan para recortar el déficit que incluye menos gasto y subidas moderadas de impuestos. Su nombramiento caería muy bien en Wall Street; Y por si esto fuera poco, el tercero en discordia es Larry Fink, que es el máximo responsable de la gestora de fondos BlackRock –el nuevo Goldman Sachs, por su poder en Wall Street– ha sido el mayor aliado de Obama entre la elite financiera de Estados Unidos.
Miradas al Sur
11-NOV-2012.